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Un pequeño Grand Tour andaluz (I)

Al igual que aquellos europeos del norte que recorrían Italia y Grecia, mi madre y yo hemos hecho un viajecito por Andalucía durante los primeros días del año. Solo que nosotros, en vez de visitar Padua o Rávena, hemos estado en varias ciudades medianas del centro de la región, y no en busca de ruinas de la Antigüedad Clásica o de mosaicos bizantinos, como Winckelmann y lord Byron en su día, sino de conventos barrocos y fortalezas árabes. Salimos de Sevilla el 2 de enero, yo al volante. Poco después de pasar Carmona, siguiendo las indicaciones de Google Maps, tomamos una carretera comarcal que serpenteaba entre olivos y almendros, a través de lomas sobre las que se elevaba alguna hacienda centenaria. Tal vez nuestro pequeño Grand Tour no tendría el prestigio de los periplos de otras épocas. Sin embargo, la contradicción de tratarse de tierras cercanas pero poco conocidas lo volvía sumamente atrayente. Yo saboreaba además por adelantado el carácter novelesco del viaje, la madre y su hijo homosexual embarcados en un circuito por caminos secundarios del interior andaluz. Me veía como André Gide viajando con la suya a principios del siglo XX, esperándola en el comedor del hotel a la hora del desayuno, visitando juntos algún viejo palacio de la mano de su propietaria.

Mi madre y yo formamos una pequeña sociedad de tan solo dos personas cuya cohesión inquebrantable se fraguó gracias a las particulares circunstancias de mi venida al mundo, que marcaron para siempre su vida, y por consiguiente la mía. Quería pasar unos días en esa peculiar compañía, hacerla itinerante por el paisaje invernal, abierta al exterior cuando charláramos con los vendedores de naranjas al borde de la carretera, cerrada sobre sí misma cuando nos sentáramos en algún café, cada uno inmerso en su libro -yo probablemente en una revista. Había reservado buenos hoteles, antiguos conventos y monasterios convertidos en establecimientos de 4 y 5 estrellas según los preceptos, torpes y pintorescos, que definen el lujo en Andalucía. El coche avanzaba por campos pelados que nos hacían pensar en las tierras altas de Escocia, un cielo plomizo pesaba sobre el horizonte. La lluvia amenazaba con romper en cualquier momento. Cumbres borrascosas, murmuró mi madre mirando por la ventanilla. Yo conducía sintiendo flotar entre los dos, sobre la voz de Benjamin Biolay, las cosas que nunca nos decimos, cómodo a pesar de todo en el silencio que impregna gran parte del tiempo que pasamos juntos. Nuestra primera parada era un insólito pueblo famoso por su naranjal, al que llegamos al caer la tarde. Un funeral se celebraba en la iglesia junto al hotel. Tras visitar los monumentos más importantes y descansar un poco, salimos dispuestos a cenar en alguno de los dos sitios que nos habían recomendado, a saber, un gastrobar de tapas muy apreciado por los habitantes y la peña flamenca de la localidad. Afortunadamente el destino quiso que el primero estuviera cerrado aquella noche, por lo que solo nos quedó la segunda opción. La peña se encontraba en una calle apartada, de sus paredes colgaban antiguos carteles y viejas fotos de artistas y de eventos que allí se habían celebrado. En la chimenea ardían varios troncos de olivo. Sentados junto al fuego -éramos los primeros clientes-, un amabilísimo camarero nos sirvió sobre el mantel de hilo los platos ligeros que fuimos pidiendo, para mí sazonados por varias copas del vino en rama de la casa. Mientras la televisión emitía el informativo nocturno, por el que desfilaban imágenes de la borrasca de frío y nieve que barría la Península, fue apoderándose de mí una intensa sensación de bienestar al reparar en la calidez de aquella atmósfera protectora, en el arrebol que las llamas proyectaban sobre mis manos y sobre la cara de mi madre. Aquel lugar constituía un cálido pliegue, a tan solo 100 kilómetros de Sevilla, en el que habíamos ido a parar de forma inesperada, y el contraste entre lo conocido (¿en cuántas peñas flamencas no habré estado yo?) y lo improbable hacía que la velada tuviera un agradable sabor a eso que los franceses llaman dépaysement, que no es otra cosa que la evasión de la cotidianeidad, en nuestro caso gracias al azar. ¿Quién necesita ir a Verona cuando existe Palma del Río?, me preguntaba mientras cruzábamos el claustro del siglo XVII al que daban nuestras habitaciones en el hotel. Tras darle un beso de buenas noches a mi madre, eché unas gotitas de aceite esencial de lavanda -con el que siempre viajo- sobre mi almohada y apagué la luz de la mesilla de noche.

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