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Un pequeño Grand Tour andaluz (Final)

Mi madre siempre se había negado a que yo condujera cuando íbamos juntos a algún lugar. Tenía que conducir ella -lo cual, en el fondo, me convenía, pues de esa manera podía dedicarme a mirar el paisaje o a leer el periódico. Aunque nunca hemos hablado del motivo de su rechazo, puedo imaginar que desconfiaba de mi pericia como conductor, algo comprensible respecto a alguien que no tiene coche -innecesario en París- y que por lo tanto no lo maneja casi nunca. El caso es que hace unos meses cambió de parecer, y ahora me deja llevar su Peugeot cuando viajamos, de modo que soy yo quien conduce durante la mayor parte de nuestros desplazamientos en este breve periplo andaluz. Llegamos a Antequera al caer la tarde. El hotel que he reservado se encuentra en los montes que rodean la ciudad, por lo que para acceder a él es necesario tomar escarpadas carreteras de sinuoso trazado. Un reto para alguien como yo que, repito, no está acostumbrado a tratar con el embrague y las marchas, que tiene pánico a que el coche se le vaya hacia atrás en una cuesta. Precisamente subiendo una, me cuesta gestionar el vehículo para que el cansado motor ascienda la pendiente, mientras mi madre no deja de darme instrucciones sobre cómo hacer. Yo empiezo a ponerme nervioso, la tensión sube entre los dos hasta que, enfadado, en un arranque pueril, paro en seco, echo el freno de mano, salgo del vehículo y le digo que, si tanto sabe, tome ella el volante. Se diría que somos una pareja. Cuando llegamos al hotel (yo de conductor), después de tomar una ducha, vuelvo a pensar que, negándose durante años a dejarme conducir -y yo aceptando esa negativa-, tal vez mi madre se había opuesto inconscientemente al paso del tiempo, a la evidencia de que yo, su hijo, podía realizar una actividad de adulto, esto es, llevar un coche.

Esta noche cenamos en Arte de Cozina, el estupendo restaurante de Charo Carmona en el centro de la ciudad. Como hace un par de días, cuando estuvimos en la peña flamenca de Palma del Río, la chimenea está encendida, y aunque esta vez no estamos sentados junto a ella, su presencia crea de nuevo la sensación de estar en un refugio amable y acogedor, nosotros dentro, la ciudad y el frío -una ciudad desconocida- fuera. A través de la enorme cristalera que separa la cocina del comedor vemos a la famosa cocinera ensimismada en la preparación de los platos. Mi madre ha pedido manitas de cerdo, yo albondigas de cecial y langostinos.

Antequera predice el oriente andaluz. Su abrupto paisaje y sus construcciones de ladrillo y piedra tienen algo de emboscada, tan diferente a la dilatada suavidad del valle del Guadalquivir. El cielo está encapotado en esta mañana de principios de enero. Visitamos la iglesia del Carmen, con su alucinógeno altar barroco, y el Museo de la Ciudad, donde vive el famoso Efebo -en 2023 visité Agde, ciudad del sur de Francia que ha convertido a su propio Ephèbe, una escultura con similares características a las del de Antequera, en reclamo para los visitantes: solo puedo decir que un abismo separa a los dos muchachos de bronce, siendo el andaluz infinitamente más hermoso. Mi madre me transmitió desde pequeño el interés por la cultura, por eso nuestras charlas, y las actividades que hacemos juntos, suelen girar en torno a los libros, la música o el arte. Atesoro esos momentos con ella, en cafés, librerías y museos, como una riqueza sin precio. Sin embargo, esto no siempre fue así. Durante mi adolescencia y juventud me pareció -erróneamente- que aquella incitación a cultivarse, las conversaciones sobre cine y literatura en las comidas, servía para frenar la expresividad emocional que yo quería y necesitaba por su parte. En mi casa no se cantaban villancicos, se escuchaban las Cantatas de Bach. Años más tarde, ya en París, mi psicóloga me hizo apreciar la suerte de haber crecido en un hogar donde se estimulaba la actividad artística e intelectual, lo que no tenía nada que ver, me explicó, con el hecho de que existieran ciertas carencias afectivas.

Durante el almuerzo en Antequera, cuando el camarero nos sirve de postre el famoso bienmesabe, una familia con dos niños se instala en la mesa de al lado (nosotros hemos almorzado pronto). Los pequeños llenan al momento el restaurante de risas y agitación, como cuando mi madre y yo desayunamos en la cocina, solos y en silencio, cada uno en su lectura, y escuchamos a los hijos de los vecinos jugando en el jardín de al lado. En esos momentos, ¿echa ella de menos la presencia de niños en la familia? Cuando critico la ceguera de las parejas que se empeñan en reproducirse en un mundo que llega a su final, ¿no estoy quizás hurgando en su frustración porque nunca será abuela -aunque ella jamás haya evocado tal sentimiento? Me hago estas preguntas mientras observo a los jóvenes padres ocuparse de sus hijos, sin sentir, todo hay que decirlo, el más mínimo interés por estar en su lugar. Mi madre y yo salimos al fin del restaurante y cogemos el coche para volver al hotel a descansar un rato. Conduzco yo. Antes de arrancar, meto un CD en el lector y avanzo las pistas hasta que suena Deeper and deeper (vivo en un eterno revival madonnista).

-¿Qué es esto?, pregunta, algo contrariada por tener que escuchar un estilo de música en las antípodas de sus gustos.

-Esta es mi segunda madre, respondo con una media sonrisa, recordando que las dos tienen la misma edad, y que mi madre comparte nombre con la hija de la artista.

-Menuda hortera, dice mientras se abrocha el cinturón de seguridad, y ahora mi sonrisa se abre por completo.

El coche se interna por los campos de olivos que rodean Antequera, entre lomas y riscos de color pardo. Mi madre y yo viajamos sin decir nada, como solemos, conscientes -al menos yo- del equilibrio en el que nuestra relación se ha instalado de un tiempo a esta parte. No solo la incomprensión y el deseo de cambiar al otro se han atenuado. Quizás la característica decisiva en este momento de gracia que vivimos, en esta edad de oro de nuestra historia, ataña más al físico que a la afectividad. Nuestros cuerpos están compensados, ambos todavía ágiles, con la energía suficiente para emprender un largo paseo por el centro de Sevilla o un viajecito por los pueblos de Andalucía. En lo alto de una colina, vemos que el día se está despejando poco a poco, tan solo algunas nubes coronan las casas y torrecillas de Antequera, que se va alejando en el retrovisor.

Madonna en el vídeo musical de Deeper and deeper.

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