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diario de un sevillano en París: España, el país de las legañas

Llegué a París con algo más de 20 años. Al poco tiempo, a través de amigos en común, conocí a un hombre -a mí parecía muy mayor, aunque debía de tener alrededor de 35 años- que era hijo de inmigrantes españoles. Sus padres habían dejado España en los 60 buscando una vida mejor, imagino que huyendo de la precariedad y la escasez. Durante las comidas familiares, con otros emigrados, o cada vez que el telediario francés hablaba de su país de origen, la madre de Manuel, que así se llamaba aquel chico, repetía la misma fórmula: España, el país de las legañas.

Cuando yo vine a Francia, no tenía conciencia aun del inmenso caudal de emigración española del que pasaba a formar parte, miles de historias de búsqueda de oportunidades al otro lado de los Pirineos, cuando no de huida apresurada. Es verdad que yo no vine obligado por condiciones laborales complicadas, ni mucho menos a causa de un conflicto bélico. A mí solo me empujaba el deseo de conocer otro país, además de cierta atracción por todo lo francés. Ocurrió que un día, hablando con una señora -esta sí era mayor, recuerdo que estaba a punto de jubilarse- en el transcurso de una cena, ella se refirió con admiración a la evolución fulgurante de España en términos de nivel de vida. José María Aznar era entonces presidente del gobierno y todos los medios de comunicación hablaban del milagro económico español. Yo sentí un orgullo que no conseguía explicar, tan ajeno era entonces a aquellas cuestiones, pero también, al mismo tiempo y de manera más difusa, cierto malestar igualmente escurridizo. Hoy creo comprender mi confusa reacción de aquel día. Alabando el progreso explosivo de mi país, aquella señora aludía de forma implícita a un estado anterior, en el que España se situaba por debajo del nivel aceptable de desarrollo. España había estado durante años a la cola, y solo ahora empezaba unirse al pelotón. Recuerdo que, más adelante, quizás con la infusión que en Francia suele servirse al final de las comidas, la misma señora habló de sus viajes por Andalucía. Evocó trayectos por carretera a través de infinitos campos de olivos, señalando lo bien ordenados que estaban los cultivos en la región, aunque los franceses piensen lo contrario, concluyó. Aquella precisión final, percibida como desdén hacia mi lugar de origen, redundó en el ambiguo estado de ánimo al que me había inducido la velada, teñido de algo que no dudaría en llamar complejo de inferioridad. Por supuesto, se trataba de un sentimiento subjetivo, cuyas raíces se hundían en las profundidades de mi vida, en mi historia personal. Nadie había despreciado nada durante aquella cena. ¿O quizás, aun de forma involuntaria, sí? ¿No hubo desprecio aquella otra vez, cuando la propietaria de un apartamento en la avenue Parmentier se negó a alquilármelo por ser español? Cuando percibió mi acento extranjero, y al enterarse de mi nacionalidad, cortó cualquier posibilidad de negociación con el argumento de que les espagnols font top de bruit (los españoles hacen demasiado ruido).

En honor a la verdad, debo decir que aquel episodio, hace ahora más de 20 años, fue el único en que mi origen resultó ser motivo de discriminación. Eran otros tiempos. Supongo que aun estaba reciente la intensa oleada de inmigración de los años 60 y 70, cuando las porterías de París acogían a familias enteras de españoles, los padres trabajando en la construcción, las madres en la limpieza y el cuidado de los niños en las casas pudientes. Aquellas mujeres eran popularmente conocidas como las conchitas, trabajadoras concienzudas y, como bien mandaba el cliché, católicas y honradas. Yo descubrí aquella figura entre mito y realidad, la mujer española encargada de responder al teléfono en los apartamentos de la burguesía, con su marcado acento y una medalla de la Virgen colgada del cuello, a través de la ficción y el relato. Pocas quedaban ya cuando me instalé en Francia. Ahora eran africanas o asiáticas. El caso es que, con el tiempo, y sin perder de vista el abismo que separa su experiencia de la mía, la conchita de antaño se ha convertido en un personaje que me gusta evocar, de cuya estirpe incluso me reivindico, sobre todo cuando mi novio, francés, se burla de mí por lo que percibe como una obsesión por la limpieza.

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