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diario de un sevillano en París: En la sauna

Hace poco, el azar quiso que visitara en una misma semana una sauna en Sevilla y otra en Lyon. Conozco bien la ciudad francesa por haber vivido en ella como estudiante Erasmus durante un año y por haberla visitado con frecuencia desde entonces. Curiosamente, en el imaginario francés, Lyon tiene rasgos parecidos a los que caracterizan a Sevilla en el español: una ciudad dominada por un tradicionalismo que defiende a capa y espada una clase dirigente enmohecida y recalcitrante. Lyon es católica, burguesa y conservadora. Con tal expediente, no puede extrañar la antipatía que suele despertar entre los que no la conocen.

En la sauna lyonesa que visito no sirven alcohol, solo bebidas azucaradas y energéticas. El silencio reina en la taquilla de la entrada y en los vestuarios, donde un grupo no despreciable de clientes se desviste con el pudor que suelen manifestar los franceses en tales situaciones, esto es, enrollándose una toalla alrededor de la cintura antes de quitarse los pantalones y los calzoncillos -precaución tal vez comprensible en un gimnasio, pero del todo absurda sabiendo que, minutos más tarde, habrá que desnudarse por completo para entrar en el jacuzzi o en el baño de vapor. Las saunas son madrigueras por las que uno cae en plácida ingravidez, libre de preocupaciones y del paso de las horas, una brecha en el tiempo, un cálido útero más allá de las inclemencias de la vida. Sin embargo, sobre esta de Lyon pesa un ambiente circunspecto y moroso, no solo por los escrúpulos que muestran los clientes a la hora de circular por los estrechos pasillos y recovecos, poniendo extremo cuidado en ni siquiera rozar la piel de los otros usuarios, gesto que podría interpretarse como una señal de interés -es curioso, me digo, cómo estos lugares, saunas y otros espacios de intercambio sexual, obligan a gestionar la desnudez y los movimientos del cuerpo para no caer en equívocos-, sino por el número de hombres que rondan como cazadores solitarios entre las cabinas y la sala de proyecciones, merodeadores, ermitaños a merced de la generosidad -de la piedad- de los otros.

Por eso unos días después, cuando visite la sauna sevillana, me sorprenderá encontrarme con auténticas cuadrillas de chicos que, a torso descubierto, cotorrean alegremente por el bar y en el fumadero. Un espíritu festivo y despreocupado, lejos de la densidad y la soledad de Lyon, impregna el lugar. Y me viene a la mente la teoría de Chaves Nogales, según la cual el sevillano es un niño eterno, un ser que llega a viejo sin ser adulto. Tal vez sea en su relación con el sexo donde esta inmadurez se manifieste de forma más clara, prosigo, como si la única forma de practicarlo fuera envolviéndolo de cierta guasa e inocencia –los españoles follan como críos en el patio del colegio, me dijo alguien una vez, de forma mucho más gráfica. Sin duda, el peso de la religión ha jugado un papel determinante al respecto. ¿Es entonces la sexualidad del norte de Europa más consciente y madura, más seria y solitaria también? Siempre lo he sospechado, aunque, paradójicamente, conozco a muchos más homosexuales que han sufrido algún tipo de rechazo o discriminación en Francia que en España. De todos modos, concluyo al ver a tres efebos encerrarse en una cabina, estas consideraciones cada vez tienen menos sentido en un mundo sometido por igual al desbarajuste de las aplicaciones y el chemsex.

Más tarde, tomando algo en el bar -aquí sí sirven alcohol- con los amigos con quien he venido, al mirar alrededor me invade la sensación de estar rodeado de clones, o más bien de gladiadores. La avalancha de pectorales, de bíceps y de abdominales sospechosamente inflados e insolentemente depilados empieza a abrumarme, a nublar mi capacidad de atención. No sé hacia dónde mirar, perdido como estoy en una sobreabundancia que me cuesta digerir a estas alturas de la noche. En este punto recuerdo con añoranza la otra sauna, en Francia, donde la delgadez no ha muerto aun bajo los estragos de la obsesión por el músculo. Pero es ya muy tarde, ahora doy vueltas como un hámster en su rueda, sin decidirme a salir, sin saber qué hora es -debe de haber amanecido. Sé que debería vestirme, pagar y marcharme, pero sigo buscando a mis amigos, que han desaparecido, llamándolos por los pasillos, por todas las cabinas. De ser un país encantado, la sauna se ha convertido en el escenario de un thriller.

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