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Un paseo con Cernuda

Fui un adolescente retraído y algo romántico que daba largos paseos por Sevilla. Siempre huyendo de la muchedumbre, buscaba los rincones menos transitados. Hoy sigo cultivando esta afición por el paseo sin rumbo que los franceses llaman flânerie. En aquella época aun no lo sabía pero, muchos años antes, Luis Cernuda había evocado esa Sevilla recogida e íntima, lejos de la fiesta y el ruido, quizás más real que la Sevilla jaranera de las películas y el turismo. Lejos de la algarabía, el paseante, o flâneur, cernudiano busca la plenitud en el recogimiento y el silencio. Y Sevilla, por ahora, se sigue prestando a este tipo de deambular. En Ocnos y en otros textos, Cernuda rememora una ciudad moldeada por el sonido del agua, por la luz del ocaso, por las estaciones que traen aromas y pregones por las calles del centro histórico. Estímulos que enmarcan su niñez y juventud, su descubrimiento de las cosas, de los otros y de sí mismo. También su despertar poético. 

¿Queda algo de la Sevilla de Cernuda? En tiempos de apartamento turístico, de tienda de souvenirs, de mapping navideño y de centro comercial, ¿dónde está esa ciudad pudorosa, interior, vibrante, que el poeta evocó? Paseando por el Centro, parece casi imposible que este sea el lugar que inspiró poemas como Primavera vieja o Tierra nativa. Entre patinetes eléctricos y paquetes de Amazon, el flâneur se pregunta si todo está perdido y quiere creer que no.

Existen dos Sevillas cernudianas. Por un lado, los lugares ligados a la biografía del poeta: las casas, las calles, las iglesias sobre las que Cernuda escribió y que siguen ahí; por otro, la ciudad abstracta, bosquejada a través de sensaciones y estados de ánimo. Cernuda ofrece pocos nombres concretos al hablar de Sevilla: la Plaza del Pan, la iglesia de la Encarnación, entonces capilla de la Universidad, la Catedral, el río… La ciudad es un escenario anónimo favorable a la introspección. Tal vez cualquier otra le hubiera servido de estímulo poético.

La siguiente flânerie combina estas dos Sevillas: la biográfica, con algunos de los lugares unidos a la vida de Cernuda, y la poetizada. Esta última recorre calles, jardines y conventos que, sin aparecer en sus textos, encarnan la sensibilidad cernudiana. 

« Recuerdo aquel rincón del patio en la casa natal, yo a solas y sentado en el primer peldaño de la escalera de mármol. » (El tiempo, Ocnos)

Al principio está la casa natal de la calle Acetres. Desde hace muchos años acoge una cristalería. El Ayuntamiento acaba de comprarla y tiene previsto abrir un museo en memoria del poeta (y de toda la Generación del 27). El proyecto estará dirigido por Antonio Rivero Taravillo, profesor y biógrafo de Cernuda. Por el momento, si uno se asoma, se encuentra con el patio en el que el poeta pasó horas enteras durante su infancia. En La Ciudad, Chaves Nogales dice que el patio sevillano es eminentemente triste, propicio a la melancolía y al anhelo. También a la introspección. Un mundo cerrado sobre sí mismo donde el niño Cernuda descubre la eternidad en lo efímero: el agua y los peces de la fuente, las plantas, el toldo que protege del calor del verano y que se descorre en invierno… Buena metáfora de Sevilla: los ritmos y los ritos como forma de escapar al tiempo. La eternidad se encuentra en lo perecedero. Los pregones que marcan el paso de las estaciones convencen al niño de la permanencia de ciertas cosas. Cualquier flâneur que pasee por el centro de Sevilla encontrará a su paso numerosos patios que admirar desde el zaguán. No en todos, pero en muchos de ellos pervive ese tiempo suspendido que experimentó Cernuda en el patio de la calle Acetres. Otros son accesibles, como el patio de la Casa de los Pinelo o el del Hospital de la Caridad, ambos poco frecuentados. 

« Sueño de un dios sin tiempo » (Jardín antiguo, Las Nubes)

Luego están los jardines y las fuentes. La observación de las plantas permite al poeta, una vez más, acceder a lo eterno. Cernuda dedica muchos versos a la naturaleza. Sevilla es una ciudad-jardín donde la vegetación se integra de forma espontánea en la arquitectura, donde los ciclos de floración marcan el ritmo con sus aromas y colores. Además de los patios, los jardines, y por encima de todos los del Alcázar, permiten al poeta desprenderse del tiempo. El acorde es para Cernuda ese sentirse vivo, ese goce atemporal ante la belleza. El parque de María Luisa, con sus senderos frondosos, alberga el monumento a Bécquer, tan admirado por Cernuda. Pero el flâneur debe seguir su camino hasta los jardines de las Delicias, los más románticos de la ciudad, dormidos entre estatuas neoclásicas y especies exóticas. Allí, apoyado en la taza de algunas de sus fuentes, imagina al poeta embelesado por el recogimiento del lugar, el mismo que describe en numerosos textos. Otro día, tal vez, el paseante se encuentre vagando por los senderos solitarios de los jardines del Monasterio de la Cartuja, plantados de limoneros, naranjos y pomelos. Año tras año, cernudianamente, sus flores se abren en primavera. Este vergel urbano se perfuma entonces generosamente, en soledad, como el magnolio del que Cernuda habla en Ocnos

« Y con la visión de esa hermosura oculta se deslizaba agudamente en su alma, clavándose en ella, un sentimiento de soledad hasta entonces por él desconocido » (Belleza oculta, Ocnos). 

Hay una Sevilla solitaria. Una ciudad silenciosa e íntima, delicada y recoleta, convive con el tópico del bullicio y la gracia. La calle Aire, donde Cernuda vivió, sigue conservando esta calma. Pero el paseante sabe que debe alejarse del centro. El barrio de San Vicente, de conventos y casonas románticas, tiene algo de parisino. Sus calles elegantes se estiran paralelas, como si las hubiera diseñado el barón Haussmann. Chaves Nogales, una vez más, recuerda que la ciudad que más se parece a París es Sevilla. El flâneur deambula por este barrio becqueriano como lo haría el propio Cernuda: solo, apreciando el silencio y el recogimiento, la armonía de las calles. Un paseo que lo lleva al convento de Santa Clara y su claustro, uno de los más bellos de la ciudad. Tal vez antes haya comprado dulces en San Clemente, como el poeta hace, a las monjas de un convento anónimo, en uno de sus poemas en prosa. Cernuda habla a menudo del sufrimiento que produce la belleza, del aislamiento al que le aboca su sensibilidad. Aquí, en el claustro de Santa Clara, el paseante intuye ese acorde del poeta. Esta Sevilla recatada, casi mística, es la entrada, en solitario, a un tiempo sin tiempo. Como el niño que está sentado en la penumbra del patio de la casa familiar o el joven que habita en los jardines de la ciudad. Como cualquier lector que se sumerja en los textos de Ocnos. 

« Raíz del tronco verde, ¿quién la arranca? / Aquel amor primero, ¿quién lo vence? / Tu sueño y tu recuerdo, ¿quién lo olvida, / Tierra nativa, más mía cuanto más lejana? » (Tierra Nativa, Como quien espera el alba)

Quizás la Sevilla de Cernuda no exista. Es una ciudad imaginaria, solo visitable desde los textos del poeta, escritos durante su errático exilio en Escocia, Estados Unidos y México. Tal vez solo desde la distancia se pueda entrar en ella. Sin embargo, el flâneur cernudiano sigue su deambular. Se para delante del escaparate de Maquedano, en Sierpes, tienda que el poeta probablemente conoció. ¿Qué sombrero habría elegido Cernuda, al que todos recuerdan como un auténtico dandy? Al caer la tarde, el flâneur se sienta en el bar Europa, con su elegante decoración de azulejos y espejos. A través del gran ventanal puede ver el ir y venir de la gente por la Plaza del Pan, donde el abuelo de Cernuda, de origen francés, tuvo una droguería.


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