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Historia(s) de Itaca (I)

Esta serie de textos nace de mis conversaciones con Antonio Campillo, fundador y propietario de Itaca, el mítico espacio, abierto en 1979, de la calle Amor de Dios. Las primeras tuvieron lugar por teléfono, entre París y Sevilla, a lo largo de octubre de 2020. Luego se sucedieron otros encuentros cara a cara en varios cafés y bares sevillanos, que me permitieron afinar el relato de la historia del club, indisociable del de la vida de Antonio y de la propia ciudad.

El Diccionario panhispánico de dudas de la Real Academia Española señala que Ítaca se pronuncia habitualmente en español como palabra esdrújula y que, por tanto, debe llevar tilde. He preferido utilizar la forma llana de la misma, Itaca, tal vez incorrecta pero consagrada por los miles de personas que, desde hace 40 años, han frecuentado esta discoteca del centro de Sevilla.

París, diez de la mañana. Octubre de 2020. Antonio Campillo descuelga el teléfono desde Sevilla a las pocas señales. Su voz profunda y decidida, algo cansada, discurre puntuada por una risa tímida, honesta. Como se dice en Francia, hay gente que tiene le feu sous la glace (el fuego bajo el hielo). Antonio debe de pertenecer a este tipo de personas: su vida, como no tardaré en comprender, siempre ha avanzado movida por un ardor inagotable, por un compromiso sin fisuras con la libertad. Hoy, me habla del huertecillo que tiene en su casa del barrio de la Alameda de Hércules, en cuyo extremo se levanta uno de los muros de la iglesia del Sagrado Corazón («hay días, cuando trabajo la tierra, que me veo como un monje de clausura. Quién me ha visto y quién me ve…»). La «corona de la jubilación» no ha conseguido apagar su ímpetu, siempre al servicio de la vida asociativa de la ciudad. Con una mirada lúcida y alerta sobre la actualidad, Antonio me hace partícipe de su inquietud ante el resurgir de la extrema derecha que, junto a la zozobra causada por la pandemia, no hace sino fortalecer la integridad de este espíritu luchador. «A estas alturas, no le voy a regalar una depresión, ni un mal pensamiento, a nadie. A cada época de conquistas en términos de libertad le sigue una reacción contraria. He vivido momentos más duros que este y aquí sigo». Su vida, y los acontecimientos que precedieron la apertura de Itaca, dan fe de ello.

«Todo cambió cuando un amigo empezó a traernos películas porno desde París». Además de los bebés, a principios de los 80, también el porno viene de la capital de Francia. Aunque el movimiento de liberación homosexual ya ha hecho acto de presencia en Sevilla, las películas de, entre otros, Jean-Daniel Cadinot, el mítico director francés de cine X, constituyen entonces un El Dorado para los gays de la ciudad. Solo un bar de la calle Amor de Dios, Itaca, proyecta sus cintas de forma clandestina algunas noches, tras el cierre al público general. Itaca ha nacido poco tiempo antes. Tímidamente gay al inicio, en su barra se apoyan progres y bohemios de ambos sexos que asisten a los recitales poéticos y a las charlas libertarias organizados regularmente. Sevilla, y la Alameda de Hércules en particular, bulle de actividad contestataria. La irrupción del porno va a impulsar un cambio de piel en el bar. Allí, en petit comité, va a germinar un proyecto revolucionario para el ambiente sevillano y hasta para la misma ciudad. Antonio recuerda: «Después de cerrar, nos quedábamos unos amigos, proyectábamos las películas y nos hacíamos unas pajitas. Así de sencillo. A la semana, el rumor se corrió como la pólvora y desde temprano había gente esperando que pusiera el porno. Además, muchas veces adelantaba la hora ante la presión y algunas parejas se quedaban a verlo. Muchos chicos venían con sus novias, se marchaban y luego volvían solos. Pronto aquello se desmadró y resultó complicado controlarlo».

REBELDE CON CAUSA

José Antonio Campillo Parra nace en Villanueva del Río y Minas. «Un pueblo minero con una férrea estructura por clases, donde uno debía permanecer en la zona del pueblo que le correspondía. Cada barrio tenía sus infraestructuras, sus espacios de diversión propios: los ricos con los ricos, los pobres con los pobres. La gente solo se mezclaba para hacer la compra en el economato, que, como todo, era propiedad de la empresa que explotaba las minas». Una sirena marca las horas y los ritmos del pueblo. Cuando suena a deshora, las mujeres se echan inquietas a la calle, sabiendo que algo ha pasado, que quizás sus maridos o sus hijos han muerto sepultados en los pozos. A veces el pueblo entero se viste de luto. «Aquel clima de opresión estaba blindado por una cultura de supremacía del hombre, del macho, sumamente homófoba». Desde muy pronto, la voluntad por cambiar las cosas, por subvertir el sistema social, brota indomable de una fuente de malestar. «Yo era un gallito de pelea. Estaba rebelado contra el mundo porque, muy dentro, sabía que no encajaba en él. Todo viene de mi orientación sexual, de la imposibilidad de aceptarla en un medio tan hostil. Por supuesto, tenía unas convicciones personales muy claras, pero mi implicación en la lucha era una válvula de escape, un desahogo a mi represión. Le echaba la culpa al sistema, como no podía ser de otra manera. Escribí algún artículo sobre el alcalde del pueblo, al que acusaba de chupar de las tetas del franquismo. Luego fundé el Club de la Juventud Minera para unir a los jóvenes del pueblo frente a la segregación imperante». Aquel humilde proyecto refleja también el afán de Antonio por crear comunidad, muy presente en la génesis, y en toda la historia, de Itaca. «Más tarde, cuando me fui a Andújar, a estudiar con los jesuitas, ya iba crecido». Para protestar contra el director del colegio, que pretende cobrar una multa de 25 pesetas por cada suspenso a un alumnado en su mayoría de familia obrera, Antonio hace una llamada a la huelga entre los alumnos. «Creo que, en el fondo, solo quería encajar, ser uno más. Me aterraba que alguien notara mi homosexualidad. Mi rebeldía ocultaba mi miedo y a la vez liberaba la ira. Durante los veranos, volvía al pueblo y tonteaba con algunas chicas». Al otro lado del teléfono, la figura del padre es evocada por primera vez. Aparecerá más veces a lo largo de nuestras conversaciones, como un hito. Como el origen, y con los años también la cura, de la vergüenza, de la rabia. «A los 11 años, mi padre se enteró de que en el pueblo me llamaban mariquita y me pegó una paliza que fue un antes y un después. Cristiano militante, siempre estuvo muy involucrado en los asuntos sociales de la Iglesia. En la Guerra luchó con el bando nacional, simplemente porque le tocó. Fue una víctima más de su época, de una educación que rendía culto a la virilidad. Sorprendentemente, acabó aceptando mi homosexualidad casi mejor que yo».

Cartel de la manifestación del 25 de junio de 1978.

HASTA LA GIRALDA SE VISTIÓ DE ROSA

A finales de los 60, después del instituto, Antonio se muda a Sevilla y empieza a trabajar en ISA (Industrias Subsidiarias de Aviación). «En la fábrica, conecté rápidamente con el movimiento sindical, la única vía que existía entonces para encauzar la lucha contra la dictadura. No debemos olvidar que Franco seguía matando. El Régimen continuó depurando hasta el final. Durante aquellos años, mi compromiso y mi miedo fueron de la mano en aumento. Empecé en la Hermandad Obrera de Acción Católica y luego pasé a Comisiones Obreras, donde me convertí en secretario general del gremio del metal. Al ser representante sindical estaba muy empoderado en el seno de la fábrica pero, al mismo tiempo, seguía ocultando a todos, también a mí mismo, mi orientación sexual. Realmente vivía muerto de miedo». Durante años, centra su vida en el trabajo: participa en todas las reuniones posibles, organiza encuentros, duerme cuatro horas al día. También visita psiquiatras buscando una cura para su orientación. Su vida sexual es inexistente. De Comisiones Obreras pasa a la CNT y es allí donde el MHAR (Movimiento Homosexual de Acción Revolucionaria), que prepara entonces un acto que se convertirá en la primera manifestación del Orgullo en Andalucía, se cruza en su camino. Este encuentro fortuito será una tabla de salvación, una bocanada de oxígeno, y 1978 el año que lo cambiará todo. Antonio pasará de la «capilla sindical» a gritar su identidad en la calle. «Ahí se me abrieron las antenas y me integré en el grupo del MHAR, cuya andadura comenzó curiosamente en una reunión en uno de los salones del Palacio Arzobispal. Su actividad duró tan solo un año y desembocó en la famosa manifestación del 25 de junio del 78, en la que exigíamos la abolición de la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social todavía vigente. Realmente fue un mitin, en los locales de Comisiones Obreras en la calle Calatrava, que se calentó y terminó echándose a la calle y uniéndose a la manifestación convocada en la plaza del Triunfo. Aquel día, tres miembros del MHAR desplegaron una bandera rosa con el lema Libertad sexual desde lo alto de la Giralda. Ondeó durante 20 minutos, antes de ser retirada. Estaba claro que, a partir de aquel momento, ya no había vuelta atrás, ni para mí ni para la lucha».

RUMBO A ITACA

Hasta hace bien poco, la vida de un homosexual empezaba en cierta medida cuando conocía a otros como él. Comprendía entonces que no era el único. La angustia se calmaba; el horizonte se ampliaba. Gracias al MHAR, Antonio empieza a relacionarse con otro tipo de gente. En un piso del Parque Alcosa frecuenta un amago de comuna libertaria donde se organizan representaciones de teatro experimental y charlas políticas. También se involucra en la lucha de varias asociaciones de vecinos. «Yo estaba en el sindicato pero, a partir de entonces, empecé a identificarme sobre todo con los movimientos libertarios, que me ofrecían una posibilidad de realización. Hablar del amor y de la educación libres me llenaba más que organizar huelgas», bromea al otro lado del teléfono. En el Parque Alcosa, un miembro del grupo le propone escapadas al campo, a la playa. Duermen bajo las estrellas y, durante el trayecto en moto de vuelta a Sevilla, Antonio lo abraza por la espalda. Confiando en las señales que percibe en el otro y llevado por el ambiente de liberación de aquel año, decide entonces, por fin, dar el paso. «Terminé confesándole mis sentimientos y él, muy sorprendido, me aseguró que no había nada por su parte. A continuación contó a todos lo sucedido. En la fábrica y en mi barrio empezó a decirse que era maricón. Pedí unos días de excedencia. Ya no estaba dispuesto a pasar más miedo. Terminaron por despedirme, del trabajo y del sindicato (en un sindicato de clases, no hay sitio para maricones, me dijeron). Yo ya había sido despedido otras veces, incluso había estado en prisión, pero siempre por razones políticas. En aquellas ocasiones mis compañeros se ponían en huelga o se encerraban en la fábrica para exigir mi readmisión. Esta vez fui despedido por mi orientación sexual». Pero la estocada no hace sino espolear la voluntad de Antonio que, con la indemnización del despido, decide abrir un pequeño bar en la calle Amor de Dios. Alentado por los recientes acontecimientos, por el contacto con gente afín y por el encuentro con Antonio Morillo, también despedido del trabajo por su orientación sexual, este proyecto le ofrece una vía para encauzar su tumultuoso ímpetu y para dar un nuevo sentido, más pleno, a su vida.

Padre

«Aprendí mucho de mi padre, como él de mí. Reflexionó mucho cuando estuve detenido por motivos políticos. Creo que se dio cuenta de que hacer iglesia no debería basarse solo en la caridad. Debería ser sobre todo una revolución. Yo estaba en esa revolución. En los ejercicios espirituales que hacía con sus compañeros, empezó a hablar de la justicia y del amor. Mi homosexualidad le cambió por completo, aunque nunca lo hablamos de forma abierta. Mi padre tuvo mucha más capacidad que yo para asumir y para aceptar. En sus últimos años, incluso me acompañó a algún acto de reivindicación y de justicia y una vez lo llevé a Itaca, con el bar vacío, para que lo conociera. Afortunadamente, la herencia de mi abuelo, ese veneno machista y homófobo que tantos hombres bebieron, y beben, terminó por disolverse».

Bandera por la libertad sexual en la Giralda, 25 de junio de 1978.
Fiesta romana en Itaca (foto José Antonio Campillo).
Fiesta romana en Itaca, años 90 (foto José Antonio Campillo).

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