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Orfebres Seco

La aparición de un paso de palio en la noche es uno de los recuerdos más vivos que guardo de mi niñez. Con el tiempo, uno entiende que esa primitiva impresión es posible gracias sobre todo a la luz. La miríada de llamas que arde ante la cara de la Virgen se multiplica en las lentejuelas, en las lágrimas y en los diamantes. Y sobre todo, en la plata. Yo no lo sabía pero este ascua de oro, como la llama Cháves Nogales, que avanza por las callejas apagadas se labra desde 1860 en el taller de Seco. Esta familia de orfebres lleva cinco generaciones cincelando los respiraderos, los varales, y los candelabros que engarzan la imagen de algunas Dolorosas andaluzas en su salida procesional.

La visita

Visito este mítico taller, en el entorno de la avenida de Miraflores, una mañana de verano. Las viviendas del Retiro Obrero y el esqueleto de la fábrica de vidrios La Trinidad atestiguan el pasado de esta zona de la ciudad, punta de lanza del tímido proceso de industrialización de Sevilla desde finales del siglo XIX. Otras manufacturas, transformadas en edificios de viviendas, han conservado únicamente sus hermosas fachadas de ladrillo. Situado en una breve calle, el taller de Seco ocupa un amplio hangar, precedido de un frondoso patio y coronado por una enorme claraboya que inunda el espacio de luz natural. Aquí trabajo y voluntad pedagógica no están reñidos: el taller invita a un recorrido libre pero sumamente instructivo por la historia de la casa y por las diferentes técnicas del trabajo de la plata. Todos estamos en nuestro lugar, el visitante y los trabajadores. Nadie se estorba en su ocupación. Seco produce piezas destinadas tanto a enriquecer el patrimonio de las hermandades como a decorar casas de particulares. Empiezo por el museo. Una larga pared exhibe los innumerables modelos en bronce, latón y madera, para el exorno doméstico, que el taller ha producido a lo largo de su historia: santos, animales, cruces, una Giralda en miniatura, flores… incluso una serie de cabezas de mujer egiptizantes. La acumulación de formas, colgadas unas sobre otras, hace pensar en el muro de un templo que los fieles hubieran cubierto de exvotos cargados de misteriosa intención. El uso y el envejecimiento, diferente según el material, recubre los modelos de una delicada pátina. Uno tiene la sensación de encontrarse en un recinto casi sagrado, depositario de montañas de historia y de vida.

El taller

En el taller propiamente dicho, los retratos de los miembros de la saga familiar bendicen el trabajo que aquí se realiza. Todo está a la vista: bellamente dispuestos, herramientas, moldes y muebles cuentan el devenir de la familia y trazan la evolución de las técnicas de orfebrería a lo largo del tiempo. El espacio, que ha aparecido en algunas revistas de interiorismo, responde a las necesidades de un taller sin dejar de ser sumamente hermoso, evocador pero vivo. Me explican que, contrariamente a la herrería, la orfebrería utiliza técnicas que revisten una mayor delicadeza. Así, desde el dibujo previo del modelo hasta su terminación, la pieza atraviesa diversos procesos de elaboración, ornados de un poético vocabulario especializado: fundición del metal en el crisol, vertido en el molde, repujado, pulido, montaje final ejecutado por el experto en lampistería… Jerónimo, uno de los dos herederos de la saga, cincela una pieza de plata con un pequeño martillo. Los golpes son decididos pero también delicados. He admirado La fragua de Vulcano muchas veces colgado en el Prado. El dios de la mitología clásica no es orfebre, sino herrero, pero no puedo evitar pensar en los gestos, en los sonidos del cuadro. Qué diferente del mustio teclear que acompaña buena parte de nuestra vida ante la pantalla. En el otro extremo del taller, me muestran cómo el metal fundido penetra por los orificios (los bebederos) del molde, colmando todas sus concavidades. Sorprendentemente, el interior del molde está compactado con arena. Cuesta creer que un material tan maleable resista el empuje abrasador del metal, que lo obligue a adoptar una forma específica. Parece que ya los musulmanes utilizaban este procedimiento. Me paseo por el espacio, impregnándome del ambiente distendido y concentrado, hacendoso. Una aprendiz observa con atención cada gesto del maestro, como siempre ha sucedido en los talleres de los diferentes gremios. Siento entonces nostalgia por algo que nunca he conocido: el trabajo manual, el estar absorbido en la creación de algo tangible. Ser el depositario de una pericia que han pulido generaciones de devoción por el oficio y que se manifiesta en los gestos certeros de unas manos.

Antes de marcharme, visito el despacho del taller, presidido por una colosal Inmaculada barroca al óleo de la escuela de Murillo. Una corona de Dolorosa labrada en plata centellea dentro de una urna. Me acuerdo de aquellas Semanas Santas de mi infancia, mágicas y luminosas.

www.orfebreseco.com

El museo.
Un rincón del taller.

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