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Ramitos

Sevilla es una ciudad de flores aunque la gente no tiene costumbre de llevarlas a casa. Las flores adornan los jardines, los balcones y los altares de las iglesias. También se encuentran en las metáforas y en las canciones dedicadas a la ciudad. El sevillano gasta poco dinero en flor. Quizás no entiende pagar por algo bello pero destinado a marchitarse en poco tiempo. A lo mejor tiene bastante con la explosión de la primavera y la Semana Santa. Este compleja relación flor-ciudad tiene su reflejo en la historia de Ramitos. «Ahora se vende más que antes, sin llegar al volumen que se factura en otros países de Europa. La gente ha viajado y se ha traído hábitos que ya existían en otros lugares. Antes la flor cortada era un artículo de lujo, solo al alcance de las familias pudientes, de los hoteles, de las hermandades. En Sevilla, las flores iban en maceta, que se compraban en los viveros y se colgaban en los patios y en los balcones. Eso sí ha existido siempre». Manuel Ramos es el penúltimo eslabón de esta saga de floristas que lleva obrando en el entorno de la Encarnación desde los años 20. Su hija, María, ya ha aceptado el testigo y atiende en el pequeño local que la familia regenta en la esquina de José Gestoso con Misericordia.

El abuelo Manuel llegó a Sevilla, de la provincia de Cádiz, no se sabe cuándo. Personaje misterioso, su espíritu alegre y emprendedor ha quedado sin embargo en las crónicas del antiguo mercado de la Encarnación, donde cogió un puesto de flores en 1920. Su hijo se hizo cargo del negocio, y del apodo Ramitos, a los 19 años. «Mi abuelo se abastecía en las huertas de la ciudad; los viveros no existían en aquella época. La Macarena, por ejemplo, fue hasta hace un siglo barrio de hortelanos y jardines. Mi padre ya conoció la producción que llegaba de fuera: primero de Barcelona y Granada; luego de Almería. La oferta era bastante limitada, sujeta a las temporadas: clavellinas y claveles, rosas, gladiolos, crisantemos, anémonas. Después llegó Chipiona y se hizo con el mercado». A principios de los 70, la familia se instala en un kiosco detrás del mercado, que aun sigue ahí. «Mi padre vivía entregado a su trabajo. Llegó a ocuparse de 25 hermandades. Se pasaba el día entero recorriendo las iglesias de la ciudad, haciendo las entregas. Le llevábamos el almuerzo y se lo comía de pie, en una tabla que colocaba encima de un contenedor. Con todo, entonces el trabajo tenía un cariz más humano, más próximo a la gente. Yo me pasaba muchas horas en el kiosco y recuerdo, por ejemplo, las charlas con los tenderos del mercado. Hoy no hay tiempo para esos momentos».

En un reportaje publicado en el diario Ahora en 1935, Manuel Cháves Nogales escribe: «En Sevilla no hay más que dos o tres floreros que sean capaces de poner como es debido la canastilla de un paso. Uno de ellos es el jardinero del hospital de la Caridad. Estos artistas de la flor se hacen cargo del paso la madrugada anterior a la salida de la cofradía. (…) Con el ramo de flores en la mano, y a veces con un minúsculo capullito de azahar entre el pulgar y el índice, el artista de la flor, frente al paso, mira y remira, se acerca, se retira, ladea la cabeza, guiña los ojos, sube, baja y se abstrae, como un iluminado, antes de poner la breve pincelada de una flor». ¿Es el florista un artista? En Francia se les considera artesanos (artisan fleuriste). «No es igual vender flores que hacer creaciones florales. Vestir un paso, una iglesia o simplemente un salón requiere sensibilidad y creatividad. Mi abuelo y mi padre fueron autodidactas, se formaron a base de observación y de criterio. Mi hija y yo ya estudiamos en la Escuela de Arte Floral de Madrid y en la de Bollullos. El oficio de florista ha evolucionado, se ha sofisticado con el tiempo. Antes era mucho más duro, más físico». Levantar el monte de flores de un paso de Semana Santa era antaño un trabajo de Titanes. Las flores se clavaban en un amasijo hecho con pasto de cerezas, esto es, con las ramas, tallos y hojas que guardaban la frescura de esta fruta durante su transporte en verano y que, para primavera, habían tenido tiempo de secarse. Bien compactada, esta materia vegetal se moldeaba y se retenía al paso pasándole por encima varias filas de alambres. Este era el soporte del monte, en el que se hincaban los claveles. Cada flor iba atada a un trozo de caña con un poco de alambre, que se obtenía quemando colchones viejos y sacándoles los muelles. El extremo de la caña se afilaba para obtener una especie de flor-puñal que, clavadas una a una, iban cubriendo la superficie. Todo se aprovechaba. Un verdadero ejemplo de ingenio, artesanía y reciclaje. Un paso de Cristo lleva 250 docenas de claveles.

Tras la construcción de las Setas, Ramitos abandona la cooperativa del mercado y se instala en el local que ocupa todavía hoy. De allí sale toda la decoración floral, primorosamente seleccionada y compuesta, para la Catedral y para la Macarena. El grueso del negocio sigue estando destinado a las hermandades y el momento de mayor actividad sigue siendo la Semana Santa. «Mi abuelo y mi padre tenían que emplear a personal extra durante esa semana. Todo era mucho más laborioso. En los 80 apareció la esponja, que permite clavar la flor directamente, y todo se volvió más sencillo. Desde la nostalgia por el pasado, aquello era bonito, el ambiente y los lazos que se creaban durante la decoración del paso. Pero también era una auténtica paliza». ¿Y el sevillano? ¿Qué compra el cliente particular? Mucho nardo en temporada y margaritas todo el año. « El sevillano sigue comprando más plantas que flor cortada porque quiere que le dure para siempre. Eso, evidentemente, es bastante irrealista», bromea Manuel cortando unos claveles blancos.

Ramitos, calle Misericordia 2.

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