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Un paseo con Rafael de León (I)

Empecé a escuchar copla a los quince años. Mi tía me pasó una cinta de Imperio Argentina y mi prima un disco de Concha Piquer. Cuando Ana, la chica que venía a limpiar a casa, se quedaba recogiendo la cocina, yo la acompañaba y los dos tarareábamos Los piconeros, La niña de Puerta Oscura, La Parrala… Desde el principio, intuí que estaba en terreno pantanoso, que la copla llevaba consigo un caudal de implicaciones de orden ideológico, social y, por supuesto, sexual. ¿Es normal que un hombre cante copla? Pero yo, como Juana Reina (igual que Sansón acaba con todos los filisteos), seguía adelante: pronto descubrí a Miguel de Molina, a Rocío Jurado, a Martirio. Más tarde me enteré del nombre de la persona que había escrito la mayoría de aquellas letras: Rafael de León. No me interesaba saber si se trataba de un poeta mayor o menor, si pertenecía o no a la Generación del 27, si tenía convicciones franquistas. Sus canciones desplegaban ante mí un mundo sumamente visual e intenso. Con unas pocas pinceladas certeras y en tres minutos, el poeta creaba una historia perfecta a la que estaba invitado. Ese universo mítico me atrapó desde el principio, sin remedio. 

Propongo una serie de tres paseos por Sevilla de la mano de Rafael de León, cada uno tomando como eje una de sus coplas. El primero se inspira en la historia de No te mires en el río. Recomiendo escuchar la versión original en la voz de Concha Piquer, así como la de Martirio en el disco Coplas de madrugá.

NOCTURNO EN EL BALCÓN

Rafael de León escribió la letra de No te mires en el río en 1940. Manuel Quiroga se encargó de la música. Esta copla toma elementos de la mitología clásica, de la canción infantil e incluso del cine, para contar una historia de tintes oníricos que termina en pesadilla. Una tragedia tramada por la luna, el río y la noche. El famoso travelling del principio de la letra nos acerca a Sevilla, a esa casa, a esa ventana a la que se asoma la niña protagonista de la historia, caracterizada desde el inicio por una excepcional belleza envidiada por las flores. Sevilla es una ciudad de ventanas y, sobre todo, de balcones. Todos tenemos nuestras favoritas. Rafael de León nos sitúa frente a una de ellas. Es de noche. La luna fulge en el cielo. Como Narciso, la niña admira su belleza en el reflejo que le devuelve el río. Creo que no existe en Sevilla una sola ventana que permita mirarse desde ella en las aguas del Guadalquivir. Poco importa. El oyente accede con esta copla a una dimensión surrealista de perspectivas alteradas. De hecho, toda la composición gira en torno al acto de mirar: el novio mira a la niña, que a su vez se mira en el agua; nosotros, como la luna y el propio río, como también las flores, los miramos a los dos. Mirando hacia arriba, como el novio que viene a cortejar a la niña, el paseante descubre siempre tesoros inesperados. Nuestro paseo comienza, por supuesto de noche, en el Paseo de la O. Poco frecuentado y guarecido por los árboles, este lugar ofrece la calma necesaria al ensimismamiento de la niña y a la admiración del novio. El agua chapotea entre los juncos y el viento sopla en las ramas. El tráfico y el tumulto quedan lejos. Tal vez alguien esté asomado a su ventana contemplando las luces de la noche.

Emilio Sánchez Perrier, Triana, 1888-1890, Museo de Bellas Artes de Sevilla.

Al otro lado del río, en el Museo de Bellas Artes, un cuadro de Emilio Sánchez Perrier, Triana, ilustra el aspecto del paseo a finales del siglo XIX: una orilla accidentada donde se elevan precariamente las míseras construcciones que conforman el arrabal. Los pequeños embarcaderos que salpican la orilla y las redes puestas a secar recuerdan la actividad pesquera en Triana. Pero el Guadalquivir, proveedor de vida, poseía también una enorme fuerza destructora. Sus devastadoras crecidas, que anegaban por completo la ciudad, han erosionado los muros en el cuadro de Sánchez Perrier. Los vecinos han construido empalizadas para moderar la bravura de su corriente y frenar la erosión. En la copla de Rafael de León, el río es un personaje más, mudo, pero con un poder de atracción irresistible. Sus aguas negras, nocturnas, hipnotizan a la niña que, a pesar del presentimiento del novio, sucumbirá víctima de esta oscura fuerza.

DIOSAS Y VÍRGENES

La niña se transforma en la segunda estrofa. Adornada con las joyas que el novio le ha comprado en la Feria, cuando la fiesta en el Real era un evento tanto festivo como comercial, aparece en su ventana como una diosa objeto de veneración. Tradicionalmente, los joyeros de Sevilla se han agrupado en el entorno de la Plaza del Salvador. La joyería Reyes languidece en la calle Álvarez Quintero. Guardado celosamente, su espléndido interior modernista, único en Sevilla, se conserva casi intacto. Por su parte, los anticuarios de la calle Acetres exponen zarcillos de coral y peinas de carey del XIX. Sin embargo, es más probable que el muchachillo de No te mires en el río se dirija a los pequeños puestos de la Plaza del Pan, con sus escaparates repletos de pulseras y medallitas de plata. La gente se sigue parando a curiosear o a buscar un regalo para un bautizo. Yo mismo compré recientemente allí una medalla. La ventana ya no es una ventana: es un altar. La niña, una figura hierática y virginal, se encuentra en su camarín, sus joyas brillando bajo los rayos de la luna. En Sevilla, lo sagrado asalta al paseante en cada esquina. Los santos y las vírgenes nos contemplan desde una hornacina, desde una reja, desde un azulejo. Como la niña en su ventana, estos habitantes mudos de la ciudad se ofrecen a la mirada, a la plegaria silenciosa. La gente sigue haciéndoles ofrendas (flores, velas), como hace el novio en la copla de Rafael de León. Primas de las vírgenes sevillanas, Atenea, Diana y Venus han abandonado sus altares y presiden las salas del Museo Arqueológico o los patios del Palacio de Lebrija y de la Casa de Pilatos.

OFELIA AHOGADA EN EL GUADALQUIVIR

En el poema Las muertes de Sevilla, Rafael de León evoca la belleza mortífera de la ciudad, que mata dulcemente a sus amantes: En Sevilla se muere / con una muerte blanda y deseada, / y el dardo que te hiere / no es cuchillo ni espada, / que es de flor y de sol la puñalada. El mismo poeta se entrega a este hechizo y cae como una víctima más. Este sacrificio voluntario entronca con los misterios de las religiones paganas donde el reo, a veces la propia divinidad, acepta ser inmolado. Podrían escribirse varios libros sobre el vínculo entre Sevilla, la religión y la muerte. En el último acto de No te mires en el río, una luna ominosa baña la escena una vez más. La ventana está vacía; la niña flota ahogada en el Guadalquivir, como la Ofelia de Hamlet. ¿Sacrificio o accidente? Se trata del único momento de la historia que Rafael de León no nos permite «mirar». La niña-diosa-virgen ha bajado de su pedestal y yace en la superficie del Betis romano, cuya corriente la arrastra ante el novio horrorizado. Si, al inicio de la copla, un efecto de zoom nos acercaba a ella, ahora es ella la que se aleja de nosotros, llevada en volandas por el agua. Ni el novio, ni siquiera el narrador de la historia, pueden dominar el influjo del todopoderoso río. Nuestro paseo termina en el Jardín Americano, junto al Monasterio de la Cartuja. Abandonado a su suerte desde hace años, son pocos los que se acercan a él: algunos adolescentes se bañan en el río; los dueños de perros charlan en los senderos; hay gente que viene a correr… Sus especies exóticas, reflejadas en los estanques, y la soledad del lugar conforman un decorado especialmente propicio a la ensoñación. Por su parte, la pasarela fluvial permite al paseante acercarse al Guadalquivir, acariciarlo si quiere. Cuesta creer que este agua mansa, domeñada a mediados del siglo pasado, pueda hacer daño a alguien. Si uno se asoma por encima de la barandilla, puede ver su reflejo en el río.

Interior de la joyería Reyes.
Y que el agua la llevaba… (John Everett Millais, Ophelia, 1851-1852, Tate Britain).

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