Decidí viajar a Sevilla por pura casualidad. Aquel año, 1993, el cielo de París se había cubierto de gris desde principios de octubre, como un reflejo de mi relación con Pierre. ¿Adónde podía huir? ¿Dónde encontrar algo de luz? Claire me había invitado a su casa de Menton pero la Costa Azul, después del catastrófico verano con Pierre, no me inspiraba otra cosa que no fuera desesperanza. Tampoco Tánger y sus noches frente a las costas españolas conseguían atraerme. Por el contrario, después de la Exposición universal del año anterior, me dije, tal vez Sevilla atravesaría una suerte de resaca, de desconcierto soleado que encajaría en el vaporoso estado de ánimo por el que yo transitaba desde hacía algún tiempo. La ciudad encaraba un nuevo ciclo tras la exaltación de 1992, y la idea de visitarla revoloteaba por mi cabeza sin posarse definitivamente.
Una noche, durante una de las cenas que la Marquesa organizaba en su apartamento, alguien dijo que acababa de regresar después de pasar unos días en la capital de Andalucía. Ante la curiosidad de nuestro anfitrión, sorprendido ante la elección de tan inesperado destino -para él, el sur terminaba en Nápoles, y volvía a empezar al otro lado del Mediterráneo-, aquel invitado nos informó del peculiar ambiente, propio de un lendemain de fête, que había encontrado en sus paseos por la ciudad. Nos habló además, y esto sí hizo relamerse a la Marquesa y a los otros invitados, de todos aquellos jóvenes -a veces jovencísimos- sevillanos que, habiendo perdido su puesto de trabajo tras el final de la Exposición, ofrecían sus servicios a los turistas a las puertas de los tablaos y las salas de fiestas. Yo escuchaba distraído, sin demasiado interés, las risas y jugosos comentarios de los comensales. Aquella información no iba a hacer que me decantara por Sevilla en mi búsqueda de cielos más clementes. De hecho, hacía tiempo que había dejado de acercarme a los muchachos -casi de mirarlos-, concretamente desde el día, unos años antes, cuando fui consciente de que ellos ya percibían una diferencia de edad que yo aun no había asimilado del todo. Tenía 45 años, y si entonces la edad no era motivo de recelo en aquel ambiente homosexual previo a la llegada de Internet, tampoco se había convertido todavía en un consumible más en el mercadeo de la carne. Poco a poco, casi sin darme cuenta, había ido desarrollando una especie de temerosa cautela, cuyo fin era protegerme de un más que probable rechazo, me decía, si alguna vez me lanzaba a cortejar a un veinteañero. Por supuesto, en aquella actitud latían buenas dosis de mi orgullosa timidez -que no concebía pagar por la compañía de un muchacho, como sugería aquel invitado a la cena en casa de la Marquesa. Prefería renunciar a la posibilidad de gozar de la cara y del cuerpo de un cervatillo si eso iba a evitar que me pusiera en evidencia. Por eso en los bares de ambiente, donde las generaciones convivían entonces sin exigirse nada, dirigía la atención sobre todo hacia los hombres de mi edad y, en mis clases de la universidad, miraba a los alumnos como se mira a los ángeles. No quería parecerme a la señora Stone, el personaje de Tennessee Williams descubierto de adolescente en el cine club del instituto que, en aquel momento de mi vida, volvía a mí en los ratos de desasosiego. Dicho esto, debo señalar que nunca fui un adorador de efebos. Los jóvenes poseían un envoltorio lustroso -¿lo había poseído yo alguna vez?- pero, a medida que la edad me alejaba de ellos, había empezado a desconfiar de él, de ese espejismo que tantas veces no es sino la proyección de un fantasma.
Y a pesar de todo, a pesar de la confortable distancia de seguridad que había establecido entre los muchachos y mi deseo, sabía que aquella no era la mejor forma de resolver un desajuste que iba más allá del ámbito de la seducción, que atañía -cómo negarlo- a mi destreza frente a la vida. Sea como fuere, Sevilla iba a desbaratar todas mis ridículas precauciones.
Una voz rompió mi cavilación. Sophie, la única mujer presente en aquella velada, comentaba desde el otro lado de la mesa que poseía una casa en Sevilla, comprada hacía un año de forma totalmente inesperada. Se trataba de una antigua construcción de dos plantas, con patio y azotea, en el barrio que llamaban de Santa Paula, junto al monasterio del mismo nombre. Mientras hablaba, me miraba con especial intensidad, o así me pareció. Por entonces apenas nos conocíamos, ya que solo habíamos coincidido en un par de cenas de amigos en común, durante las cuales, sin demasiado tiempo para afianzar una intimidad, habíamos tenido la oportunidad de apreciar cierta sintonía entre ambos. Aquella noche los dos dejamos el apartamento de la Marquesa al mismo tiempo. En el minúsculo ascensor de madera, mientras las plantas del edificio desfilaban a través de las dos ventanitas de cristal tallado, ella cerraba su abrigo y yo sacaba un cigarrillo de mi chaqueta en el más absotulo silencio. De repente, la luz se apagó y el ascensor se detuvo con un golpe seco, quedando colgado sobre el vacío. Sophie encendió entonces un mechero y me tendió la llama -el viejo ascensor había conservado un pequeño cenicero adosado a uno de los paneles de madera que conformaban el elegante habitáculo. Cuando la oscuridad nos envolvió de nuevo, me dijo:
-Me han dicho que tienes en mente pasar unos días en Sevilla.
Aquellas palabras no podían sorprenderme. Había compartido con varios invitados mi proyecto, aun vago, de visitar la ciudad. Me limité a aspirar por la boquilla del cigarrillo, haciendo que la pequeña brasa en el otro extremo se encendiera como un satélite en el cielo de la noche.
-Me parece una buena forma de alejarte por un tiempo de Pierre, añadió.
Escuchar su nombre de improvisto, en aquel insólito lugar, me dejó perplejo. Fue como si la sucesión de escabrosas escenas que habían marcado nuestra relación -incluida la discusión en aquel restaurante- se inmiscuyera dentro del ascensor. Ella sabía y, además de un resabio de vergüenza por una historia que se me antojaba opuesta a la transparente inocuidad de las existencias ajenas, me incomodó que Pierre, perteneciente a otro compartimento de mi vida, estuviera presente entre nosotros en aquel momento. Me dije que probablemente alguien había informado a Sophie, sin ningún tipo de malicia, sobre nuestras escaramuzas de los últimos meses.
-Puede ser, dije.
La luz se encendió y el ascensor se puso en marcha con un respingo. De forma instintiva, por miedo a caer, me agarré de su brazo. Ella cogió la mano que había pasado por el interior de su codo y me miró con sus ojos perfilafos de negro -éramos casi de la misma estatura.
-El patio de mi casa en Sevilla parece un jardín prehistórico, dijo pausadamente, mientras el ascensor descendía. Después de años de abandono, las plantas lo han invadido como animales monstruosos, por eso en algunas partes tengo que apartar ramas y guirnaldas de flores para atraversarlo. Como la cancela que da a la calle no cierra del todo bien, a veces me encuentro a algún vecino curioseando entre las enormes hojas. Quieren saber quién ha terminado por comprar esa casa olvidada, insisten en que debo cortar las plantas, adecentar un poco el patio.
Sophie sonrió y apretó ligeramente mi mano, aun imbricada en su antebrazo.
-Voy a pasar allí las vacaciones de la Toussaint, a finales de mes. Estás invitado, por supuesto. La casa está medio en ruinas, pero es suficientemente grande para no tener que frecuentarnos más de lo necesario, y Sevilla, es verdad, atraviesa un ensimismamiento muy agradable.
Cuando llegué a casa, la lucecita del contestador automático parpadeaba. Tenía un mensaje de mi madre, en el que expresaba su preocupación por no haber tenido noticas mías en varios días. Al cabo de unos segundos, apagué la grabación.
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