Iba en un taxi y Sevilla pasaba ante mis ojos, tras el cristal de la ventanilla, como un invitado que no se espera y del que poco se sabe -y, todavía más importante, que nada sabe de ti. El vehículo atravesaba barrios de edificios bajos organizados alrededor de pequeñas plazoletas, zonas del extrarradio donde personas mayores, muchas más de las que era posible ver por las calles de París, conversaban en los portales o esperaban el autobús. También había jóvenes, la mayoría caminando solos, probablemente estudiantes que se dirigían a clase. Era la primera vez que visitaba España, apenas contaba con las imágenes que sobre ella circulaban por Francia: país de aplastante religiosidad capaz, aun así -y sin duda por ello, razonaba el francés-, de la más alocada osadía (Pedro Almodóvar ya era una celebridad en París). Me pregunté entonces cómo vivirían los homosexuales en aquella ciudad, qué lugares frecuentarían. ¿Tendrían bares y clubs donde reunirse? ¿Existirían zonas de encuentro al aire libre, quizás jardines y callejones (o sótanos y urinarios públicos en penumbra)?
El taxi penetró por una calle de una estrechez inaudita, los peatones se refugiaban en los portales para dejarlo pasar. Allí el sol no alcanzaba a tocar los bajos de las casas, tan solo si uno miraba hacia arriba conseguía ver su luz encendiendo las azoteas. Finalmente se paró ante una casa de dos plantas pintada de rojo, cuya fachada presentaba desconchones y grietas. Mientras el taxista sacaba mi bolsa de viaje del maletero, pude observar que, a pesar de tan lastimoso aspecto, el conjunto desprendía cierta solemnidad, restos de un pasado que debió de ser opulento, pensé. El enorme portón de entrada daba a una especie de hall -zaguán, aprendería a decir más tarde- recubierto de azulejos como un palacio oriental. Una vez dentro, a través de la desvencijada cancela de hierro forjado, admiré la umbría frondosidad que, como Sophie describiera en París, inundaba todo el patio: las ramas se enroscaban por las columnas, trepaban por los muros y se inmiscuían dentro de las ventanas de la galería superior, incluso por entre las fisuras que recorrían el techo, tanto que parecían mantener en pie la construcción con su armazón de minúsculas vigas. Deslizaba la mirada por aquel verdor cuando una escueta hoja, hasta entonces enrollada como un pergamino, se abrió de golpe, desplegando su red de líneas violeta sobre fondo oscuro. ¿Me había estado esperando para nacer?
-¿Sophie?, llamé desde fuera, convencido por un momento de que ella había asistido como yo, oculta entre la espesura, a la irrupción de aquella nueva hoja.
Nadie respondió. En cambio, un enorme camión de reparto de bebidas y alimentos hizo temblar el suelo al rodar sobre los adoquines de la calle. De un extremo al otro del patio, las plantas se estremecieron ligeramente. Una pequeña lagartija me observaba a lo lejos.
-¿Sophie?, insistí alzando la voz. Al no obtener respuesta, y como no encontré timbre o campanilla con que avisar de mi presencia, intenté, recordando sus palabras en aquel ascensor, abrir la cancela. Pero fue en vano.
Me dije que probablemente habría salido para hacer alguna compra. En aquella situación solo me quedaba esperar sin alejarme demasiado de la casa, ya que intuía que el centro histórico de Sevilla formaba un intrincado laberinto por el que podría perderme con facilidad. Salí con mi bolsa en la mano y distinguí una pequeña plaza al final de la calle desierta. Cuando me asomé por la esquina, vi que el lugar estaba presidido por la fachada de una iglesia renacentista (¿o era un convento?). Dos columnas flanqueban la puerta cerrada, sobre la que había un enorme bajorelieve que representaba una escena bíblica. Solo el ruido del agua de la fuente rompía el silencio, y la solitaria calma, de aquella hora de la mañana. Me senté en uno de los bancos, junto a un muro en el que alguien había garabateado con pintura negra una frase de la que nada pude comprender. Más allá, en un extremo de la plaza, percibí lo que me pareció ser un bar, o una cafetería. Un letrero hecho de pequeños azulejos revelaba el nombre del establecimiento: La Tórtola. Dentro, al otro lado del gran ventanal, una mujer de pelo rizado leía el periódico y bebía su café a pequeños sorbos, entre calada y calada a un cigarrillo. A veces miraba hacia la calle sin fijar su atención en nada en particular, absorta en sus pensamientos, hasta que reparó en mí, un hombre solo en un banco con una bolsa de viaje a los pies. Le envié una media sonrisa a modo de saludo, pero ella apartó la mirada, algo incómoda, y volvió a su lectura. Justo en aquel momento, Sophie entró en la plaza por una callejuela lateral. Traía en los brazos una voluminosa caja de cartón blanco de la que sobresalían diversos objetos: varios marcos, piezas de vajilla, tejidos de diferentes tipos. Tan pronto como me vio, se acercó a mí con una amplia sonrisa, dejó la caja en el suelo y nos fundimos en un abrazo: dos franceses en una vieja plaza de Sevilla. Me explicó entonces que venía del cercano mercado de las pulgas, conocido como el Jueves, donde el tiempo se le pasaba sin darse cuenta. Aquel día la visita había sido fructífera en su búsqueda de objetos y utensilios con que hacer de la casa un lugar más habitable. Sacó de la caja un libro de gran formato y tapa dura dedicado a la obra de Caravaggio, cuya portada mostraba una cuadro para mí desconocido: David vencedor de Goliat. En él, el joven pastor acaba de vencer con su honda al gigante, cuya cabeza decapitada ata metódicamente por los cabellos para presentarla como prueba de su victoria. Mientras caminábamos por la callecita en penumbra, observé el rostro de Goliat, su piel fruncida en una mueca de horror e incomprensión. Sophie me explicaba cosas sobre la ciudad y la casa, sobre cómo la había comprado, en un arrebato casi temerario, al heredar de su familia una importante suma de dinero, y yo miraba a David, con su cuerpo adolescente, hincando la rodilla sobre la espalda del filisteo vencido.
Sophie abrió la cancela y dejó la caja en el suelo.
-Bienvenido, me dijo en español.
Tras rodear la espesura del patio, recorrimos una parte de las estancias de la planta baja. Tuvimos que deslizarnos entre los puntales que sostenían algunos techos y otras veces salvar, cogiéndonos de la mano, sacos de escombros amontonados en el suelo. En lo que debió de ser un comedor, las paredes estaban recubiertas de un estridente papel amarillo que Sophie, según me explicó, se esmeraba en despegar, tira a tira, durante sus ratos libres, con el objetivo de dejar al descubierto las capas de pintura subyacentes. Lo mismo hacía, a veces con la ayuda de los amigos que venían a visitarla, en las habitaciones de la primera planta, donde, con una espátula, rascaba hasta llegar a los dibujos que antaño ornaban las paredes y el techo.
-Las casas de la burguesía sevillana solían pintarse de colores pastel, rosa, azul y amarillo, sobre los que se añadían cenefas de florecillas y pájaros de estilo romántico, me explicó. Todo un poco cursi, claro. Luego llegó la costumbre de pintar de blanco y aquel mundo desapareció.
Durante aquella primera visita -cocina, cuartos de baño, despensa y lavadero, salones y habitaciones-, observé añadidos característicos de la década de los 70 que, como injertos bastardos, desvirtuaban aquí y allá el aire señorial de la morada: muebles de formica, tapas de váter de plástico, otros papeles pintados -uno con payasos- adheridos a algunas paredes… En el dormitorio que Sophie me había asignado, una chimenea de mármol, sobre la que reposaba un espejo con marco dorado, atrajo mi atención. ¿Era necesaria en una ciudad como Sevilla -pronto descubriría que sí? También allí la pintura de las paredes había sido raspada, o quizás la usura del tiempo o el agua la había descascarillado, de suerte que en algunos puntos los desconchones formaban curiosas formas semejantes a mapas de extraños países o a pieles de reptil. Por el suelo, las viejas baldosas de cemento desplegaban un entramado de motivos vegetales de solidos colores. A través de la galería llegamos a su habitación, adornada por arriba con una serie de agrietadas molduras de angelitos y caballos marinos. Un colchón en el suelo hacía las veces de cama. Sobre el escritorio reposaba un marco con la fotografía de un muchacho sonriente.
-Es Luc, mi hijo, me explicó. Le hice esa foto cuando estuvo aquí la pasada Navidad.
Aquel chico tendría alrededor de 25 años. Calculé entonces que Sophie, algo más joven que yo, había sido una madre adolescente.