Siempre había escuchado historias de parejas que se separan en París, y que se ven obligadas a vivir durante unos meses como compañeros de piso en el apartamento en el que hasta entonces han vivido como novios. Esas historias se cuentan durante una cena entre amigos, o en la mesa de un café, casi como si fueran imposibles, de tan tremendas, leyendas que uno se resiste a creer. Se hace difícil concebir que dos personas que se acaban de separar después de una relación de varios años tengan que convivir en un piso parisino -esto es, en una superficie que suele rondar los cuarenta metros cuadrados-, ocupando por turnos los espacios donde antes transcurría su vida de pareja, intentando evitar una promiscuidad inevitable cuando se trata de utilizar el cuarto de baño o de hacerse de comer. Uno duerme en la habitación, el otro en el sofá-cama del salón. En una ciudad donde el mercado inmobiliario no esté en tensión permanente, la situación se simplificará al encontrar con rapidez uno de los dos un nuevo apartamento al que mudarse. En París tal hallazgo puede llevar semanas, o incluso meses. La posibilidad de marcharse a vivir temporalmente a casa de algún amigo es igualmente inviable, ya que nadie dispone de una habitación de invitados. Cuando se es extranjero, como yo, tampoco existe la opción de volver con la familia, a miles de kilómetros de distancia. Estamos ante una de las pruebas, de las más duras, a las que esta ciudad somete a sus habitantes. Así las cosas, en ese escueto piso, los ahora ex no tienen más remedio que verse las caras todas las mañanas a la hora de la ducha y el desayuno, como se miran entre ellos los animales encerrados en un corral. Después, cuando uno se va al trabajo, el que se queda en casa vive un aperitivo de lo que será la cotidianeidad una vez llegada la separación de verdad. El vértigo se apodera de él al ver el piso vacío. Si antes, cuando estaban juntos, esos momentos de soledad eran apreciados, incluso esperados, ahora suponen un abismo abierto por donde se despeña la historia en común. Por eso se aferra a las huellas del otro que aun persisten en el cuarto de baño, en la entrada y en el salón -el cepillo de dientes, un libro, la ropa sucia de ambos que todavía se mezcla en el cesto-, señales de otra vida que, aun siendo visibles, empiezan a desintegrarse, a escurrirse entre los dedos. Parecen estar ahí, pero son ya como hologramas que es imposible agarrar. Los ex viven durante un tiempo en una especie de limbo, flotando sobre las ruinas de su relación, y es entonces cuando París, de costumbre tan hostil, se vuelve apetecible, y hasta acogedora, hogareña, en tanto sus calles y plazas suponen una escapatoria al terreno evanescente del apartamento. Dicen que son muchos los que, tras una separación, redescubren la ciudad y deciden seguir viviendo en ella, abandonando el proyecto de mudarse a las afueras, o a otra localidad, como habían planeado al calor de su recién fenecida pareja.
Trabajo muy cerca de casa, en el mismo barrio donde resido. El otro día, durante la hora de la comida, decidí comprarme un sandwich y comérmelo en un banco del parque que se extiende a los pies de nuestro apartamento. Se trata de uno de los espacios verdes más hermosos de París, concebido en el siglo XIX como un bosque frondoso y salvaje, con riachuelos, praderas y belvederes. A lo lejos, al otro lado del parque, podía ver las tres ventanas de nuestro piso. Me parecieron diminutas e insignificantes, ahogadas en medio de las otras ventanas que, como en un enjambre, agujerean las fachadas haussmanianas típicas de la ciudad. Gran parte de tu vida transcurre detrás de aquellos cristales cerrados, en los que nadie repara, me dije. Iba mordisqueando mi sandwich jambon fromage sin apartar la vista de las tres ventanitas, esperando que una de ellas se abriera en aquel preciso momento. Mi novio, mi ex, aparecería y haría un gesto con la mano, saludaría a aquel chico sentado al otro del parque, a aquel extraño con el que horas más tarde, ya de noche, se cruzaría al salir del cuarto de baño.