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Taller de encuadernación Sebastián Rodríguez

Como siempre me pasa cuando visito el taller de un artesano, me siento ridículo. ¿Qué pinto yo aquí, tratando de entender en un rato un savoir faire pulido a lo largo de los siglos? Qué inconsistente mi móvil, mi cámara de fotos, mi cuaderno para tomar notas. Uno tiene que quitarse el sombrero cuando escucha hablar a alguien como Sebastián Rodríguez, encuadernador desde hace casi 60 años. Hoy todos amamos la artesanía, lo hecho a mano. Instagram, las revistas de tendencias y las guías de viaje se extasían ante esos talleres más o menos escondidos donde se afanan artesanos anclados en otra época. Las imágenes de esos lugares, hermosos y pintorescos, junto a la idea del trabajo manual, nos seducen al plantearnos una alternativa a la vida hiperconectada que llevamos. Pero realmente ¿quién de nosotros sería capaz de encerrarse durante años para perfeccionar una técnica artesanal, casi siempre en soledad y con una retribución económica más que fluctuante? A mí me costaría mucho. Admiro a los que eligen ese camino y cuando los visito en su lugar de trabajo, siempre me presento con reverencia y humildad.

Hace años que paso por delante del taller de encuadernación de la calle Amparo. Cuando por fin un día decido entrar, Sebastián está terminando un trabajo sobre el mostrador. Le hablo de Bonjour Séville, de mi interés por escribir un texto sobre su historia. Él se muestra sorprendido ante la posibilidad de que su vida y su oficio puedan interesar a alguien. A lo largo de nuestra conversación, percibo en él cierta incredulidad: ¿quién es este extraño que se presenta en mi taller y que me pide que le hable mi actividad? ¿Para qué todo esto? Por mi parte, vacilo: ¿no debería dejar tranquilo a este señor? ¿Qué necesidad hay de escudriñar los rincones de la ciudad, de exponer en las redes sociales lugares como este, felizmente ajeno a tecnologías y tendencias? Mi determinación flojea más que nunca. Me siento un mercader, un influencer, lo peor. Pero es Sebastián quien me saca de mis dudas. Me invita a entrar en la casa, a atravesar el patio y visitar la parte trasera del taller. Qué privilegio, pienso. ¿Cómo rechazar semejante amabilidad? Después comprenderé que se trata también de desapego. Sebastián me abre las puertas de su casa y de su oficio desde la libertad que da la modestia. «En mi casa siempre hubo libros, cajas llenas debajo de las camas. Mi padre era librero de viejo y compraba y vendía constantemente. Cuando compró esta casa, instaló aquí el negocio, en la planta baja, donde estamos ahora mismo. Al poco tiempo tuvo la oportunidad de comprar toda la maquinaria y los instrumentos del antiguo taller de encuadernación Márquez, que estaba en la calle Mateos Gago, y se lo trajo todo aquí». Sebastián me muestra su colección de hierros para marcar las pieles que se utilizan en la encuadernación: letras, escudos, coronas, símbolos… Todos los estilos están representados, desde el mudéjar al romántico, pasando por el plateresco. «Yo ya había comenzado, a los 14 años, a trabajar en la imprenta y en el taller de los Salesianos. Hay que tener en cuenta que entonces, en los años 60, había muchas imprentas por toda Sevilla. Los comerciantes recurrían mucho a ellas para imprimirlo todo: facturas, cartas, libros de cuentas… En paralelo, encuadernar era bastante más frecuente que hoy; se encuadernaban las tesis doctorales, por supuesto, pero también las colecciones de varios números de una revista. Hoy se ha convertido en algo minoritario».

En la librería paterna, Sebastián utiliza los conocimientos adquiridos en los Salesianos para encuadernar y restaurar libros antiguos. Por el momento, su trabajo reproduce lo que ha aprendido en Sevilla de la mano de viejos artesanos: labores repetitivas, sin demasiada proyección artística. «Entonces me fui a Barcelona a completar mi formación. Cuando volví, empecé a emplear una técnica más cuidada y más en la corriente de la encuadernación artística moderna. Resulta curioso: tuve que salir de Sevilla para perfeccionar y para actualizar mi oficio». Volvemos al espacio principal del taller, el que da a la calle. Una hilera de hermosos papeles de aguas cuelga al fondo, todos confeccionados aquí. Sebastián me muestra entonces algunas de las operaciones que intervienen en la encuadernación de un libro, un proceso rico y complejo, lleno de posibilidades. Acepto que no voy a comprender ese proceso en estos pocos minutos. Lo que sí hago es sumergirme en el vocabulario técnico del oficio. Descubro que un objeto en apariencia sencillo como un libro está compuesto por numerosas partes, cada una con un nombre evocador: gracias, cabezadas, cofia, media caña, nervios… «El oficio ha evolucionado mucho. Hoy hay gente que hace cosas totalmente nuevas, muy interesantes. Yo también he introducido innovaciones en la técnica, como el uso del metal en las tapas y guardas. Cuando uno encuaderna un libro clásico, es necesario adaptarse a la época, al estilo; sin embargo, cuando se trata de algo moderno, el libro es como un lienzo en blanco que permite una gran libertad al encuadernador. Ahí es donde se puede experimentar».

Lo antiguo, lo moderno: conceptos que, lejos de limitar, parecen liberar el trabajo de Sebastián. Con su mirada pragmática y libre, la nostalgia le es ajena. Por más que intento arrancarle alguna queja, algún suspiro por el pasado, él no cae en la trampa. «Todo va cambiando. Ya casi no quedan imprentas en el centro. Todo el mundo imprime por Internet. Tampoco talleres de encuadernación. El paisaje de la ciudad ha cambiado enormemente en ese aspecto. ¿Era mejor antes? A mí hay cosas en la Sevilla de hoy que no me gustan, pero antes también las había. Las cosas son así y hay que aceptarlas». Yo, a través de mi iPhone y de mi cámara, me aferro a la melancolía; Sebastián, trabajando con sus manos, rodeado de herramientas más que centenarias, está anclado en el presente, desprendido y ligero. Tal vez ese sea el secreto del artesano.

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