Un amigo español que pasó unos meses en París decía que ciertos hombres de esta ciudad parecen garzas: longilíneos, de piernas y brazos larguiruchos. En comparación, el hombre de Sevilla es más compacto y robusto. A esta estilización corporal se une una actitud lánguida, indolente, de la que ya hablé en un texto anterior. Esta pose, que forma parte de la sofisticación del parisino, incluye una tendencia extraordinaria a cruzar las piernas. No me refiero a colocar el tobillo sobre la rodilla contraria: estoy hablando de un cruce de piernas como Dios manda, pasando una por encima de la otra. A la hora del desayuno, en una reunión, en el cine, los hombres adoptan una posición corporal poco frecuente en el español. En España, un hombre cruzado de piernas sigue siendo una figura llamativa, asociada a la intelectualidad y a la finura. En París, no forzosamente. Quizás aquí la finura no da tanto miedo. En cualquier caso, qué delicia esos señores en las terrazas de los cafés, indolentemente instalados en las sillas Gatti, un glúteo apoyado en el asiento, el otro casi en el aire por la torsión de las piernas. Esos mismos señores, al saludarse, se dan dos besos en la mejilla: las reglas de la sociabilidad francesa incluyen este saludo entre varones con cierto grado de confianza, independientemente de su orientación sexual (el apretón de manos y la palmadita en la espalda están menos extendidos a este lado de los Pirineos).
Uno se emociona, se embala y quiere tomar esta actitud desacomplejada del parisino como reflejo de algo más grande: una sociedad más igualitaria, más liberada de los corsés que aprietan a hombres y mujeres. ¿Acaso Francia es menos machista que España, menos homófoba? Hélas*, diría que no. No hay que confundir unos códigos que son diferentes en lo que atañe a la concepción y a la expresión de la masculinidad (el clásico Masc x masc que uno encuentra por doquier al abrir Grindr en Sevilla es casi inexistente en París) con un mundo libre de imposiciones y de injusticias. La población LGTBQI+ sufre iguales ataques en los dos países. Por su parte, la desigualdad, los abusos y la violencia alcanzan en la misma proporción a las mujeres españolas y a las francesas. Si acaso, en este sentido, tengo la sensación de que España hace mejor las cosas: la lacra de los feminicidios, igual de espantosa en ambos países, solo ha empezado recientemente a ocupar espacio en el debate público francés. Y luego está el tema de los apellidos. Cuando se casa, una francesa pierde por defecto su apellido en favor del de su marido. Recuerdo la sorpresa cuando iba a casa de mis suegros. En el buzón del vestíbulo del edificio aparecía un solo nom de famille: el del padre de mi novio. De cara al público mi suegra quedaba bajo la tutela de su marido. Por su parte, sus hijos recibirían únicamente el apellido paterno. Tengo entendido que hoy la ley permite que una mujer casada conserve su apellido, e incluso que lo transmita a su descendencia. De todas formas, pienso a veces, esta historia no debe servir para calibrar el nivel de machismo de un país. Es algo puramente anecdótico. Pero ¿y si no fuera así? ¿Y si la gestión de los apellidos reflejara justamente el lugar que ocupan hombres y mujeres en el esquema social? Mientras pienso en estos asuntos, no puedo apartar la mirada del hombre sentado en la mesa de enfrente, taza de café en la mano, hermosas piernas cruzadas.
*Hélas es una anticuada expresión francesa equivalente a por desgracia.
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