Mi experiencia de Sevilla es particular. Me crié en la ciudad, estudié en su Universidad y después la abandoné para instalarme en París. A pesar de que vuelvo a ella con frecuencia durante varios días, sigo su actualidad desde la distancia, a través de la prensa, de conversaciones telefónicas. Mi visión está compuesta de diversos materiales, algunos recogidos en mis estancias, o guardados en mis recuerdos, otros moldeados a partir de lo leído y escuchado desde Francia. Sin duda se trata de una imagen sincopada, llena de interferencias. Sevilla me llega desde lejos, yo debo ir acomodando en mis esquemas mentales la información que recibo, la evolución de la ciudad, sus problemas y conflictos. De un tiempo a esta parte el cuadro resulta bastante descorazonador: librerías que mueren, el Festival de Cine anulado, el Lope de Vega cerrado, Halloween, los Grammy latinos, Canal Sur, el fútbol… El casco histórico devorado por la fábrica del turismo -eso sí lo sufro durante mis visitas. Abrumado por este panorama, tal vez dramatizando en exceso, el esnob colmado de privilegios que soy enumera entonces los lugares en los que, cual refugios, guarecerme de la fea deriva por la que se desliza la ciudad: la casa de mi madre, sin duda; el ático de mi amigo Pablo; algunos bares; las librerías, por supuesto; ciertas iglesias; los talleres de artesanía. El taller de la sombrerera Patricia Buffuna, donde hoy me encuentro.
En el barrio de San Julián, este hermoso espacio hace convivir con gracia una sombrerería con una librería de viejo, cuyas estanterías alcanzan el techo. Hoy vengo a charlar con Antonio, el otro ocupante del lugar, librero de olfato exquisito y perfil bajo, el gran hombre detrás de una gran mujer. «Antonio es mejor sombrerero que yo», reconoce Patricia sin complejos. «Él es muy manual, tiene mucha técnica». Hace tiempo que comprendí que los dos, Patricia y Antonio, son como esos personajes de los juegos de cartas (reina, rey, paje, caballero) desdoblados en dos mitades iguales, dos cabezas, cuatro brazos, cada uno orientado a uno de los extremos del naipe. No por compartir rasgos de personalidad, sino porque uno va descubriendo que en ellos el oficio de librero y el de sombrerera se diluyen en una frontera porosa, hasta el punto de percibir un decidido paladar literario en Patricia y una destreza manual firme y precisa en Antonio. La entrevista fijada con él se convierte así de forma natural en una conversación a tres, sentados frente el gran espejo que preside el taller. Afortunadamente tengo delante a una pareja en las antípodas de cualquier modelo caduco, tedioso. Se diría que se trata más bien de dos colegas unidos por afinidades estéticas, y éticas, embarcados de la mano en el descubrimiento y la experimentación. «Nuestra historia se fraguó en las librerías, concretamente en las que estaban en el barrio de Santa Cruz: Renacimiento, Trueque, regentada por la madre de Patricia, y Antonio Castro. Los dos pertenecíamos a aquel círculo desaparecido por completo, inconcebible hoy en día. Yo viví los últimos coletazos de una Sevilla que ya ha muerto, divertida, de precios asequibles», recuerda Antonio, nacido en Valencia.
Trabajaste varios años como fotógrafo antes de trasladarte a Sevilla.
Sí, en Valencia era fotógrafo, de publicidad, de eventos… En Sevilla entré en contacto con el mundo del libro antiguo y me gustó. Siempre me ha atraído lo añejo, los objetos de antaño, el buen hacer a la hora de confeccionarlos, la calidad de los materiales. También me encanta el papel, la impresión. Supongo que todos esos elementos, esa querencia, me llevaron al libro de viejo. Quizás lo haya heredado de mi familia, donde también existe aprecio por las cosas de otras épocas. De niño pasaba los veranos con mi abuela, que tenía una pequeña pinacoteca en su casa de Jávea, además de algunas antigüedades. Tuve una infancia bastante libre, a mi aire.
Las infancias solitarias son propicias a la lectura.
No tuve una niñez especialmente solitaria, sí libre, sin demasiadas normas, quizás bohemia. Creo que empecé a leer porque en mi casa se leía mucho. Yo comencé por la poesía, que me encantaba.
Un librero debe leer mucho, ¿no?
En principio, debería. Sin embargo son pocos los que cumplen ese precepto. Pasamos mucho tiempo manejando libros y al terminar la jornada apetece tener otra cosa entre las manos. Yo leo sobre todo en vacaciones. Con todo, pienso que el tiempo dedicado a la lectura fluctúa mucho a lo largo de la vida, como el dedicado a salir, a hacer deporte, a buscar el contacto humano.
«De todas formas, el mundillo del libro antiguo difiere mucho del nuevo», interviene Patricia. «Ellos no compran pensando en leer, ni en revender, compran para poseer el objeto libro. El placer está en la búsqueda, en el rastreo o en el descubrimiento fortuito de nuevos hallazgos. Y en la acumulación también. El libro se convierte en una especie de fetiche, de trofeo que se venera».
Un fetiche está cargado de poder.
Suelo comprar lotes de libros puestos en venta por alguna familia, por ejemplo tras un fallecimiento. La transacción reviste cierto nivel de intimidad porque se trata de objetos que han acompañado horas de lectura, de reflexiones y emoción. Hojear los libros y encontrar notas, frases subrayadas, páginas marcadas, alguna mancha, produce a veces la sensación de penetrar en el pensamiento o en la afectividad de esa persona. En ese sentido, algunos ejemplares parecen estar llenos de vida, casi podrían hablar a través de la rugosidad del papel, del olor, hasta del suave crujir que emiten al abrirlos. A veces encuentro incluso algún papelito inserto entre las páginas con una frase garabateada. Uno se pregunta por qué tal frase llamó la atención del lector en aquel momento, por qué decidió marcarla, con qué intención. ¿Para poder encontrarla más tarde? ¿Para hacer suyo el texto a través del subrayado? Por esta razón nunca revelo el origen de mis compras, en qué casa he comprado tal o cual libro. Es una cuestión de respeto al acto tan íntimo de leer, y al de desprenderse del libro en cuestión una vez terminada su lectura.
Entonces una biblioteca habla de la persona que la ha constituido a lo largo de los años.
Por supuesto. Según mi experiencia, las buenas bibliotecas suelen ser obra de gente encantadora y educada. También se producen casos extraños de magníficas colecciones constituidas por personas que no han leído uno solo de los libros que las componen. Con los años desarrollan un olfato certero a la hora de añadir nuevos títulos, compensando cualquier exceso, tapando las carencias como se llenan los huecos de un puzzle. Es un juego que ocupa toda una vida y que, además, otorga prestigio. En el otro extremo, hace poco un catedrático de la Universidad me ha regalado un lote de libros de su época de estudiante. Este señor creció en el seno de una familia humilde, imagino que la compra de aquellos manuales para la facultad supuso un gasto considerable. Por eso, los libros están todos primorosamente forrados, como objetos de valor, y los subrayados parecen hechos con suma delicadeza, casi rozando el papel.
Patricia: «Si formar una buena biblioteca se ha considerado siempre la obra, el reflejo de las diferentes etapas de una vida, me pregunto qué ocupa hoy ese papel. ¿Las publicaciones en Instagram?»
Precisamente, ¿cómo es vuestra biblioteca personal?
Tenemos pocos libros en casa, por falta de espacio. Además somos bastante anárquicos.
Patricia vuelve a intervenir para hablar de su pasión, ya algo desteñida, por Bolaño, de su preferencia por la literatura anglosajona, de su dificultad a la hora de leer poesía (excepto a Gil de Biedma). «Antonio habla mucho mejor que yo, por eso entiende tan bien la poesía», sentencia. Pero Antonio no está de acuerdo y los dos saborean entonces una chispeante discusión por saber quién tiene más vocabulario, quién maneja la gramática con mayor precisión, se interrumpen, se expresan con atropello, por un momento ajenos a mi presencia. Patricia me aclara: «A mí me interesan las historias, yo busco personajes y situaciones. El estilo está en segundo plano. Después me obsesiono por un autor y me sumerjo en su biografía y en su obra hasta lo más hondo. Tal vez por romanticismo, porque vivimos de prestado las vidas de otros, o quizás porque esas vidas añaden textura a la nuestra, que a menudo se queda tan corta». Sentado ante el gran espejo del taller, aprovecho esta reflexión de Patricia para confesar que últimamente solo me apetece estar tumbado con un libro abierto entre las manos, vía perfecta para dar esquinazo a esta rutina que cada día nos lastra, al contacto humano que tan agotador puede llegar a ser. Leer para huir, y en la escapada encontrar más vida, darle a la existencia una densidad de la que carecía. Antonio me muestra entonces algunos libros especiales: una edición del Quijote de 1900, una vida de Napoleón de 1907, un atlas de anatomía francés bellamente ilustrado.
¿Y quién compra este tipo de libros en Sevilla?
Aquí ha habido muy buenos bibliófilos, aunque actualmente quedan pocos. La edad media de los compradores ha subido mucho, algunos han muerto, o han completado su colección, o tienen menos espacio. El caso es que hay pocos jóvenes en el sector.
¿Una ciudad tan orientada al pasado como esta, tan apegada a las esencias, no tendría que mostrar una sensibilidad particular por el libro antiguo?, me pregunto mientras hojeo los ejemplares que Antonio me pasa. ¿No debería existir en Sevilla una floreciente red de librerías de viejo -o de lance, término poético donde los haya (¿lance de negociar la compra-venta?, ¿de desprenderse de los libros?)? Pienso entonces que la tendencia de Sevilla hacia la tradición se limita quizás a los objetos de adorno (doméstico, religioso, personal, folclórico), al placer estético, dejando el intelectual en segundo plano. Sevilla, ciudad del ojo que mira, que se deleita en la imagen. Pero la belleza del libro antiguo se reparte entre el continente, con esas hermosas ediciones, y el contenido, entre exterior e interior. Y me viene al recuerdo la divisa que la pareja formada por Patricia y Antonio, la sombrerera y el librero, han utilizado en su aventura en común: Antes la cabeza que el sombrero. ¿La ciudad invierte más en el segundo que en la primera? Antonio parece leerme la mente: «No olvidemos que este tipo de ejemplares tienen una enorme carga decorativa. De hecho, he llegado a vender colecciones enteras solo porque el color de la encuadernación encajaba en el salón de alguna casa de postín. El libro tiene esa doble vertiente. A mí encantan ciertas ediciones antiguas, sumamente sobrias y elegantes, por ejemplo las de Oxford University Press de los años 40 o 50. Otra vez la belleza, la excepcionalidad del objeto, como decíamos antes».
¿Entonces un libro antiguo es un mero objeto decorativo? ¿Ya no puede desempeñar su función original?
Claro que puede. El libro es longevo por naturaleza, puede prestar servicio durante años. Uno puede leerlos siglos después de su publicación. Instagram morirá, el libro permanecerá.