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diario de un sevillano en París: Verano en Sevilla

Mi eterna disyuntiva entre volver a mi ciudad de origen o quedarme en París se va a resolver gracias al cambio climático. Creo que este es el primer año que vengo a Sevilla en verano a regañadientes. Nada más bajarme del tren en Santa Justa, una bofetada de calor me hace preguntarme: ¿qué hago yo aquí en esta época del año? ¿Qué necesidad tengo? Cada vez se perfila con mayor nitidez la imposibilidad de pasar los meses del verano, y los adyacentes, y los de más allá, en esta ciudad. No siempre fue así, claro. Ante el estupor de la gente, siempre defendí que el verano en Sevilla puede ser un momento de disfrute, o de cierto goce.

Entonces el calor no era este dragón que nunca termina de marcharse, ya todo el año merodeando dispuesto a calcinar la ciudad de un soplido. Entonces el calor apretaba sin atenazar, era un huésped con fechas claras de llegada y de salida, molesto en ocasiones pero con el que uno podía entenderse sin jugarse la salud y la cordura. El calor formaba parte de nuestro folclore. Uno jugaba con él, lo burlaba con siestas babeantes y tardes de largos en la piscina, siempre solo, tal vez un libro sobre la toalla. Los días de verano, terminadas las clases en la Universidad, se pasaban en soledad, esperando el anochecer. Mi tía solía irse unos días de viaje y me dejaba su pequeño ático en la esquina de la calle Jerónimo Hernández con Regina. Mi única obligación consistía en regar las innumerables macetas que poblaban la terraza con refrescante frondosidad. Todas las tardes, descalzo, rodeado de espadañas y del grito de los vencejos que planeaban en el cielo rosa, pasaba la manguera con profusión por encima de aquella selva desparramada. La cerámica del suelo se iba enfriando bajo mis pies, que chapoteaban en los riachuelos formados por el agua (fueron tiempos de bonanza acuífera). Era el preámbulo a la salida. ¿Qué decir de aquellas noches de verano? Que tenía 20 años y un apartamento con terraza a mi disposición en el centro de Sevilla. No solo era libre de entrar y salir a mi antojo (mis padres estaban en su casa, o se habían ido de viaje), de organizar alguna fiesta, además podía llevarme a quien quisiera a lo alto de aquella atalaya. Hice lo propio con un francés que trabajaba de camarero en un bar del centro y se desplazaba en bici por la ciudad. Volvía de marcha al ático muy tarde, a veces de amanecida, callejeando por el centro, mirando las pocas ventanas encendidas a aquellas horas. Imagino que la mayoría de ellas pertenecen hoy a pisos turísticos, a hoteles. Después de horas de baile y alcohol, avanzaba por las calles en un estado de beatitud, en esa quietud que tan bien le sienta a Sevilla. La calle Sagasta brillaba regada por la escuadra de trabajadores del Ayuntamiento que todas las noches refrescaba la piel de la ciudad a chorros de agua. Recuerdo el reflejo de las fachadas rococó en los charcos, mi propio reflejo al pasar. El camión de la basura dejaba un olor dulzón que, mezclado con el del jazmín o la dama de noche, volví a encontrar en India años después. Alguna cucaracha sevillana se escabullía por un rincón. El agua en abundancia enfriaba las calles ardientes; su sudor exhalado en forma de vapor se diluía en mi borrachera, en los olores de aquella Sevilla estival. Subía a la terraza de la calle Jerónimo Hernández, me quitaba la ropa, me daba un manguerazo en el amanecer y me metía en la cama. Ahí se acababa la ensoñación y empezaba el calvario, porque mi tía nunca quiso instalar el aire acondicionado.

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