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Howards Antiques

The eye has to travel (El ojo debe viajar), pienso cada vez que entro en una tienda de antigüedades. La célebre frase de Diana Vreeland no hace referencia a lugar alguno: la editora estadounidense señalaba más bien el deber que tienen las revistas especializadas, de moda y estilo en su caso, de guiar al lector en un viaje estimulante a través de las páginas. De ilustración en fotografía y de fotografía en artículo, la lectura debe llevarnos, según Vreeland, en un vagabundeo por otros mundos e ideas. Una evasión reconfortante. Algo parecido ocurre en los buenos anticuarios. Uno visita estos espacios abigarrados y la mirada divaga entre objetos de otras épocas, revoloteando sobre la madera, el óleo y los tejidos. A medio camino entre el museo, el gabinete de curiosidades y el interior burgués, la puesta en escena juega allí un papel esencial. Todo parece estar dispuesto con el objetivo de seducir, de despertar la sorpresa, la sugestión aterciopelada, baudelariana, a veces abrumadora. Como en las iglesias, teatralidad y artificio dominan, envuelven y vencen. «Lo más importante es que la tienda tenga un recorrido, que esté despejada y vaya guiando al cliente en su visita. Las piezas fuertes deben estar repartidas para dosificar la intensidad». Ismael Páez creció en una familia de anticuarios. A los 4 años ponía con su padre un pequeño puesto en el mercadillo de la Alameda, los domingos por la mañana, fraguándose así en el peculiar círculo de los amantes de lo viejo. Su madre, Susi, se especializó en los tejidos de otras épocas. Madre e hijo ocupan hoy dos espacios contiguos en la calle Bustos Tavera, esa zona del casco histórico discreta y liviana, recogida frente al desmán del turismo que arranca a pocos metros.

Visito Howards Antiques, la tienda de Ismael, una mañana de octubre. Un apretón de manos firme y decidido, una sonrisa franca, un Me alegro de verte lanzado con sabroso acento de barrio. Nos sentamos al fondo. Ismael lleva una perla a modo de pendiente en la oreja derecha y un tatuaje del Ángel Caído de Alexandre Cabanel en uno de los brazos. Bebe de una botellita de San Pellegrino. La puesta en escena personal también cuenta, pienso, aunque en este caso contraste con el entorno (¿o no tanto?) y con la idea del anticuario anticuado. «Yo soy un chamarilero fino. Un anticuario estudia en profundidad la pieza y la conserva expuesta durante meses, años si es preciso, hasta que se vende. Aquí compramos y vendemos con el objetivo de que las piezas circulen, que esto sea dinámico. Tengo que divertirme». Miro a mi alrededor. Toda una comunidad de santos, Vírgenes y Cristos pueblan la tienda encerrados en vitrinas o sobre peanas. Marcos, tulipas, molduras, incluso cubiertos de plata se esparcen con soltura por los expositores. Al fondo una cortina adamascada a medio recoger, como en un escenario; por el suelo, alfombras y esterillas. Howards comparte el espíritu de una tienda de antigüedades sevillana como Dios manda y lo sofistica con el desaliño propio de una brocante francesa. Víctima propicia, el hechizo empieza a apoderarse de mí. «No estudié historia del arte ni nada parecido. He aprendido mirando, tocando. Funciono por el pálpito: cuando una pieza me da pellizco, tengo que conseguirla como sea. A veces son impulsos casi físicos, el objeto o la obra te llama. Luego hay otras cosas que compras porque son comerciales, se van a vender fácilmente».

Francia y España se acercan a lo antiguo desde perspectivas muy alejadas. Si la primera celebra la circulación de cosas del pasado en innumerables mercadillos y vide-greniers, España ha dado la espalda durante décadas a todo lo viejo y usado, cautivada por el desarrollo y la modernidad. El francés conserva, el español tira a la basura y va al Corte Inglés. «Es verdad, pero Sevilla es una excepción. Aquí existe mucha afición a la antigüedad, a cierta antigüedad al menos. En otras ciudades, cuando se desmonta una casa por fallecimiento, los descendientes intentan venderlo todo (muebles, tejido, arte, vajilla) y se reparten las beneficios. El sevillano trata de mantenerlo todo en el seno de la familia. Creo que existe una mayor conciencia del valor de todos esos objetos reunidos a lo largo de varias generaciones. Por eso resulta difícil comprar en Sevilla. De hecho, a menudo me avisan desde Barcelona de que una familia de aquí está vendiendo, como si fuera una operación secreta, a escondidas. Hay algo de deshonra en el hecho de deshacerse del patrimonio familiar». Quizás la devoción a la familia no sea la única que explique la inclinación del sevillano hacia lo antiguo. Los franceses llaman bondieuseries (quincalla de Dios, baratijas divinas) a esos objetos de la piedad popular que uno puede llevarse a casa: estampas, figuritas, velas, rosarios… La modernidad parisina utiliza este merchandising religioso para decorar algún rincón de su apartamento, pero siempre con ironía. Así, una sainte Thérèse de Lisieux de cerámica se coloca en una estantería de la cocina, un grabado del martirio de saint Sébastien sobre las cremas y los perfumes en el cuarto de baño. No hay lugar para la veneración, ni para el apego sentimental, al contrario de lo que suele ocurrir en Sevilla. En París el objeto piadoso se ha desprendido de su función original, en Sevilla la sigue cumpliendo. Howards tiene algo para ambos clientes. «Además aquí están las hermandades, tanto las jóvenes como las de solera, que buscan siempre renovar o mejorar su patrimonio. De todas formas, en Sevilla se vende lo que se vende. Intentamos vender mueble industrial y no funcionó. Tengo varias litografías de Warhol en un cajón porque nadie las quiere. Objetos pop de los años 70, tampoco…».

¿Y el Jueves? «Probablemente sea el mercadillo más antiguo de Europa pero actualmente no está en su mejor momento. Creo que el Ayuntamiento debería cogerlo y renovarlo. Siempre fue un punto de encuentro de profesionales: ahí están las fotos de principios del siglo XX, con el cristalero, el cacharrero, el anticuario… En algún momento todo eso se diluyó en un revoltijo de baratura y de cosas encontradas en los contenedores. Nosotros intentamos cambiar el género todas las semanas, hacer algo digno. Habría que replantearse el Jueves como una vitrina para la gente de la profesión, para los artesanos también. Cualquier ciudad importante tiene un buen mercadillo de antigüedades. En Sevilla es muy difícil». Un conocido, tal vez del barrio, entra y pregunta a Ismael el precio de tres Niños Jesús. Tiene uno en su casa, quiere saber cuánto podría obtener deshaciéndose de él. En mi siguiente visita, otro hombre pasa por la tienda hablando de una Dolorosa que está dispuesto a vender. Tomo conciencia entonces de cómo el negocio está aquí imbricado en la vida de la gente y su patrimonio, sus recuerdos quizás, su supervivencia a veces. Las obras de arte, el mobiliario, los objetos de la vida cotidiana, más allá de la fascinación novelesca que puedan despertar, son gajos de historias dispersados según el capricho del tiempo.

https://www.instagram.com/howardsantiques

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