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diario de un sevillano en París: Mi habitación en Sevilla

Tengo más de 40 años y una habitación de adolescente en casa de mi madre, en Sevilla, con buena parte de mis libros y objetos. Una habitación muy parecida a la que tenía a los 16 años. Cuando ahogado en complicaciones fantaseo con dejar París y volver a mi cuidad de origen, me doy cuenta de que, en el fondo, no se trata de volver a Sevilla: quiero volver a esa habitación. Me pregunto entonces si es normal ese deseo, que cumplo cada cierto tiempo durante unos días al resguardo de las inclemencias de la vida. ¿Es saludable conservar una habitación propia en casa de los padres? ¿No es más sano eliminar nuestras huellas cuando nos vamos? ¿Dejar allí únicamente los libros de texto del instituto y los apuntes de la facultad? En mi caso la situación va más allá porque mi habitación en Sevilla no solo guarda recuerdos de otra época. La disposición de los objetos y la decoración evolucionan cada vez que paso unos días en ella: una foto de mis abuelos que acabo de hacer enmarcar, una silla robada en una caseta la última Feria, nuevos libros… Como si de verdad siguiera viviendo allí. Pero no. Vivo en París, mi casa está aquí aunque pase temporadas en Sevilla, en la de mi madre. Es cierto también que tiendo a dramatizar las cosas y a ver dificultades donde no existen. A veces me cuesta encajar las piezas del puzzle de mi vida, dos ciudades, dos trabajos, un novio, una madre, miles de inclinaciones. En esos momentos siento celos de las hijas solteronas o de los mariquitas que quedaban al cuidado de los padres, en sus casas, escapando así al quebradero de cabeza de repartir su presencia entre varias. Mi amiga Maite conserva como yo su habitación en casa de su madre, que, como la mía, vive sola: libros, cartas de exnovios, pósters, algo de ropa… Ella, emparejada y con un niño, ve la situación con naturalidad. Es normal que los hijos cuiden de los padres, sobre todo si éstos se han quedado solos. La habitación en casa de nuestras madres las reconforta y les hace sentir menos solas, nos decimos. Hemos abandonado el hogar pero dejamos allí una parte de nuestra presencia, un espacio que debe permanecer intacto frente a los cambios inevitables de la vida. Pensamos que así las hacemos felices. Tal vez al mismo tiempo aliviamos nuestra culpabilidad por haberlas abandonado. Me voy pero sigo aquí, contigo. Ellas, por su parte, quizás mantienen con mimo ese espacio con el objetivo (¿inconsciente?) de atarnos. Hay familias que transforman la habitación de los hijos en estudio, en salita o en cuarto de la plancha en cuanto éstos se van. Hay madres que no.

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