La semana pasada fui a mi médico de cabecera por primera vez sin mascarilla (desde hace poco ya no son obligatorias en las consultas en Francia). Había empezado a tratarme en lo más duro de la pandemia, cuando mi antiguo médico se jubiló. A pesar de la mascarilla, cada vez que lo visitaba podía intuir que se trataba de un hombre bello, de ojos azules y rostro armonioso. Pero el otro día mis suposiciones se quedaron cortas: Thibaut (así se llama) es guapo con rotundidad, mezcla de genes polacos y franceses. Mientras hablábamos, yo no conseguía sostenerle la mirada más que unos pocos segundos, empequeñecido por su belleza, y también por su juventud, turbado como una novicia. En el segundo tomo de sus Diarios (A ratos perdidos 3 y 4), Rafael Chirbes evoca la frustración experimentada, en los lugares de ligue, frente a hombres que por edad le resultan inaccesibles: «Te da vergüenza mancharlo hasta con la mirada» (p. 29). Leo estas líneas como una premonición (sabiendo también que juventud y belleza no son en absoluto sinónimos, aunque a menudo nos lo parezcan). Allí en la consulta, frente a mi médico, pensé en la palabra inglesa cougar, adoptada por el francés, cuyo significado literal es jaguar pero que se utiliza en tono jocoso para referirse a las mujeres de cierta edad siempre enceladas por hombres de mucha menos. ¿Acabaré siendo una de ellas? No, debes escapar de ese destino humillante, me digo, no mires a hombres demasiado jóvenes, mira a los de tu edad, hazlo por dignidad. Pero otras veces reflexiono: ¿Qué más da? ¿Por qué privarse? ¿Has visto a ese cervatillo en bermudas y manga corta que acaba de pasar?
En cualquier caso, para alguien como yo, que tal vez ha dado demasiada importancia al aspecto físico, el asunto de la guapura no es baladí. El tiempo pasa y uno debe ir apostando por otros caballos que los de la belleza y la lozanía (sin haber sido yo Monty Clift). Hay que ir renunciando a los piropos, a las miradas que, aunque no fueron nunca demasiado frecuentes, cada vez lo son menos. Sin embargo quizás Francia, la France, me proporcione cierto margen a este respecto. Mi físico espigado y seco, inmune a la musculación, tiene más adeptos a este lado de los Pirineos que en España, gusta más, tal vez por ser aquí más común. Se podría pensar que nos atrae lo diferente, lo inusual; al contrario, pareciera que preferimos lo que conocemos: así, el parisino se decantará por cuerpos como el suyo, finos y larguiruchos, mientras que el sevillano lo hará por otros más fornidos, propios de la ciudad. Hace tiempo una amiga me contó que había ciudades que la hacían sentirse especialmente guapa, como si el marco urbano y la energía de la calle potenciaran la belleza. Se trata de una sensación subjetiva, por supuesto, en la que juega un papel importante el interés que percibimos en la mirada ajena, que hace que nos sintamos deseables en ciertos lugares y más bien invisibles en otros. Ciudad y deseo, ¿dónde se encuentran con más intensidad? ¿En qué ciudad fluye mejor la mirada, libre de complejos? ¿Desea París con mayor libertad que Sevilla?