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Un cuento para Semana Santa

Conoció a Fernando Sajones estudiando filología francesa en la Universidad de Sevilla. El menor de los tres hijos de aquella conocida familia había acabado allí tras probar varias carreras, empujado a medias por una madre que fantaseaba con el prestigio de tener un hijo que hablara francés y que, con suerte, acabaría viviendo en París, lo que le serviría de excusa ante su marido para visitar de nuevo los Campos Elíseos y Disneyland. Los Sajones se habían enriquecido gracias a la producción de aceite de oliva, ahora extraído mediante la plantación en hilera de olivos capaces de exprimir a fondo las tierras de la campiña sevillana. Habituales de la televisión local, los eventos que organizaban constituían en las páginas de la crónica social un desfile de tocados y chaqués, que el lector intuía perfumado de ginebra y tabaco. Cada vez que Fernando lo invitaba a la propiedad familiar, en un señorial pueblo a 80 km de Sevilla, él aceptaba de buena gana, seducido por la perspectiva de un fin de semana de molicie y pintoresca abundancia -cataratas de botellines de cerveza, barbacoa y sevillanas-, un paréntesis en su tediosa existencia. Aceptaba también, sobre todo, movido por la curiosidad que sentía hacia un personaje inesperado en el seno de aquella familia. Ángeles hacía las funciones de guardesa de la casa. Su silueta distinguida y silenciosa, que le había intrigado desde el primer día, se escurría por los recovecos como un ama de llaves hitchcockiana, recomponiendo un ramo de flores o abultando los cojines de un sofá, únicas señales de su paso por las estancias y pasillos. Ella y su marido, al que rara vez era posible atisbar, eran dos presencias discretas, cosmopolitas, en aquel ambiente bullanguero. Una tarde, vagando en soledad, observó que la puerta que daba acceso a la zona de la residencia que ambos habitaban estaba abierta.

-¿Ángeles?, preguntó en el umbral. 

Al no recibir respuesta, se asomó con sigilo para descubrir un escueto salón decorado con una sencillez que contrastaba con el resto de la propiedad. Una reproducción de La lechera de Burdeos de Goya colgaba de una de las paredes. Sobre la mesa, junto a una cafetera italiana, había dos tazas humeantes y algunos libros -los únicos vistos hasta entonces en la casa-, entre los que pudo reconocer La rama dorada. Su curiosidad se vio espoleada a raíz de aquel episodio. ¿Cómo se explicaba que aquella pareja hubiera terminado al servicio de una familia como los Sajones? ¿Qué percance la había conducido a semejante situación, por lo demás aceptada sin aparente conflicto? Empezó entonces a espiar a Ángeles, a seguir su sombra por el jardín, por el lavadero y la despensa. Vigilaba las modulaciones de su rostro y de su voz, los movimientos de su cuerpo, sin llegar a identificar nada que delatara la menor alteración en un estado de ánimo que parecía imperturbable, como el de una esfinge. Solo una vez creyó percibir en su mirada, por unos segundos, una nube de inquietud. Aquella tarde la escuchó hablar acaloradamente por teléfono en alemán. Sin embargo, fue otro el elemento que terminó por obsesionarle. Observándola enrollar flamenquines sobre la mesa de la cocina, adonde había entrado con el pretexto de beber un vaso de agua, reparó por primera vez en una cadenita que -supo a partir de aquel día- la guardesa llevaba siempre alrededor del cuello, y de la que pendía una pequeña llave. Por la noche, y muchas después desde entonces, soñó con la llavecita dorada. La veía oscilar ante su mirada como un péndulo, abriendo luego entre nieblas cancelas y rejas, pasajes hacia la cámara secreta donde encontraría la explicación al enigma. Se despertaba en medio de la noche y hacía la cuenta de todas las cerraduras que existían en la casa, en cada entrada, en los cajones y cofres, pero ninguna parecía encajar. Tendría que poseer una copia, se decía, para probarla por todas partes hasta encontrar la solución. Aquella posibilidad, por supuesto, era del todo inviable. Y ocurrió que, tras varios fines de semana de paciente y discreto acecho, liberándose como podía de la presencia de Fernando, decidido a desentrañar aquel misterio, descubrió que la llave servía para abrir una puerta, en un rincón de la cocina, que probablemente conducía al sótano o a la bodega, y que siempre permanecía cerrada. Desde algún rincón en la sombra, veía a Ángeles abrirla y deslizarse hacia el interior con sigilo, cerrándola desde el interior sin hacer el más mínimo ruido. Por su parte,  cuando se sabía solo en aquella parte de la casa, intentaba forzarla -tal era su obstinación- con algún cuchillito o utensilio tomado de uno de los cajones, siempre sin éxito. Su incapacidad no hacía sino inflamar una fijación que le quemaba por dentro. Tenía que conseguir traspasar aquella puerta, aunque significara el final de su relación con los Sajones. Presentía que de esta forma su vida, por la que hasta entonces había divagado a la deriva, flotando sin tocar el suelo en una melancólica dejadez, encontraría un punto de amarre a partir del cual dirigirse hacia algún lugar. 

Una noche de insomnio, durante un fin de semana de febrero, decidió pasear por la casa dormida. Se echó una manta por encima del pijama y salió de su habitación. El olor a chimenea recorría aun los pasillos. En un salón lejano, alguien estaba viendo Canal Sur. Bajó las escaleras sintiendo el frío del mármol en las plantas de los pies, sin mirar el San Francisco de Asís barroco que tanto le incomodaba cada vez que pasaba ante él. Todo estaba en silencio. La claridad de la luna se colaba por las puertas de cristal que daban al jardín. Se sentó un momento en un sofá y, mirando hacia el exterior, creyó ver la punta de un cigarrillo encendido bajo la sombra de una acacia. Temiendo ser sorprendido por algún miembro de la familia que como él no pudiera dormir, se levantó y desapareció entre las sombras, en dirección a la cocina. Algo llamó su atención apenas hubo entrado. La misteriosa puerta parecía estar solo entornada. No es posible, pensó sin dejar de pestañear. Se acercó de puntillas, enredándose en la manta que lo cubría, y al empujarla suavemente, con la yema de los dedos, la puerta cedió hasta abrir una ranura. Con el pulso helado, retrocedió y miró a su alrededor, convencido de que alguien lo estaría espiando, pero no distinguió a nadie por los rincones. Tardó unos minutos en recobrar el aliento. Volvió entonces a acercarse a la puerta y, arrimando un ojo a la rendija entreabierta, solo vio oscuridad. Luego, con los párpados fruncidos y las pupilas afiladas, al cabo de unos segundos acertó a percibir un mortecino resplandor, apenas un velo lechoso y primigenio. Se sintió desfallecer. Quiso regresar a su habitación, al cuarto en el que dormía de niño, hacía mucho tiempo, antes de que todo en su vida empezara a palidecer. Quizás mañana por la noche la encuentre de nuevo abierta, se dijo, no tiene que ser hoy. Pensó en mil razones como aquella para dejar pasar la oportunidad, cada una más sensata que la anterior. Todo fue en vano. Dejó caer la manta al suelo, tomó una profunda bocanada de aire y, abriendo la puerta unos centímetros más, se escabulló hacia el interior como un gato, cerrando tras de sí con el mismo cuidado. 

La negrura más absoluta cayó sobre él. Ya no veía el brillo de antes, solo sentía el corazón en la garganta y los borbotones de sangre que invadían sus oídos. Pasó mucho tiempo, tal vez media hora, hasta que su respiración se estabilizó y su boca recuperó la saliva. Al fondo de aquel espacio profundo como un pasillo y totalmente apagado, bajando unos escalones, muy lejos, pudo al cabo vislumbrar lo que parecía ser una urna de cristal, tenuemente iluminada desde arriba. Entregado a una temeridad enfebrecida, medio sonámbulo en su huida hacia adelante, echó a caminar sin pensar, casi sollozando. Avanzaba lentamente, un pie detrás del otro, con los brazos separados del cuerpo para no perder el equilibrio, dando manotazos en la oscuridad cuando creía distinguir un perfil. Pensó de nuevo en su infancia, tan lejana en aquel momento, a medida que se iba acercando a la urna, al final de aquel pasillo interminable. Y un grito ahogado se escapó de su boca cuando advirtió, atrapada en el cristal, una forma humana. Se trataba de un busto, inmóvil, sujeto por una delicada estructura de metal. Siguió avanzando hacia aquella luminosidad enfermiza, atraído como una polilla y, cuando por fin estuvo ante la urna, vio una escultura de madera primorosamente vendada, igual a una estrella de cine que acabara de someterse a una operación de cirugía estética. De una blancura irreal, las gasas, aplicadas con esmero de embalsamador egipcio, envolvían por completo la fisionomía, dejando solo al descubierto el triángulo invertido del rostro -donde uno de los ojos tenía la vidriosa cualidad de una canica rota- y, al final de los delgados brazos doblados en ángulo recto, las manos. 

-Sabía que la encontrarías, dijo alguien a su espalda y, cuando se volvió en un respingo, vio a Ángeles, cuya voz había resonado en el espacio vacío, con una linterna en la mano. 

-Yo he visto esta cara antes, acertó a balbucear tras unos instantes de desasosiego, a modo de excusa. 

-Claro, es la Virgen de la Esperanza, respondió la guardesa mientras se acercaba alumbrando el camino. 

-¿La Virgen de la Esperanza?, preguntó aun aturdido por la situación, él que nada sabía de imaginería religiosa. 

-La auténtica, por supuesto. La que está en Sevilla no es más que una copia que se hizo en los años 20. 

Sin comprender del todo aquellas palabras, con la lentitud de un sueño se giró hacia la urna y extendió el cuello para acercarse más al cristal. Una pequeña boca le sonreía tímidamente desde el otro lado, casi burlándose de él, o quizás más bien se contraía en un puchero aniñado que le hizo pensar en el mohín caprichoso de un efebo pintado por Caravaggio. Más arriba, las cejas serpenteaban como los signos de interrogación de una escritura desconocida. Deslizando la mirada por aquel rostro, observó que la mascarilla se había despegado en algunas partes, dejando al descubierto las vetas de la madera. En otras, el barniz resquebrajado marcaba la superficie de innumerables fisuras. 

-Habrá miles así, reclamando ser la de verdad, dijo sin apartar la vista, y sintió que una gota de sudor le corría mejilla abajo. 

-Esta es la original, respondió Ángeles descuidadamente, como se dicen las cosas incuestionables, aunque siempre se ha hablado de restauraciones y repintes.

Las manos de la escultura, vueltas hacia arriba, sostenían el aire con delicadeza asiática. Manos de Buda, pensó. Observó las marcas que el roce de las joyas había dejado en los dedos finísimos, incluso creyó percibir restos de polen en la curva de algunas uñas.

-Aquello fue un pacto en la oscuridad, añadió Ángeles. Ni siquiera la Hermandad está al corriente de nada. La devoción se había tornado incontrolable y la Iglesia empezaba a meterse donde no debía, así que no hubo otra alternativa. 

El zumbido de una pequeña máquina se activó en algún lugar. Él recorría las líneas de aquella cara en un intento por descifrarla, imantado sin remedio por unas facciones que se le hacían remotas e inasibles. Cuando creía encontrar un punto de apoyo en un lado de la frente, su atención se dejaba caer por uno de los pómulos hasta la comisura de los labios -donde le pareció encontrar ínfimos restos de arena; ¿había estado enterrada la escultura?-, viajando al instante en un rapto hasta la recatada barbilla. Desde allí, se hacía inevitable remontar hacia aquella boca a punto de gemir de coquetería o de spleen. Notó una ligera presión en el cráneo y tuvo que cerrar los ojos. Cuando los volvió a abrir, el rostro seguía allí, capturado en las horas. Tras ponerle una mano en el hombro, Ángeles continuó su explicación: 

-Años después, la fatalidad quiso que la Virgen acabara en manos de esta familia. Si por ellos fuera, la Madre ya habría sido vendida y ahora estaría en Zurich o en cualquier almacén de Hong Kong. Solo lo ha impedido el afán de los míos, de mis padres, mis abuelos y bisabuelos, a quienes fueron confiados su cuidado y protección. 

Volvió a mirar hacia la urna. Al encontrarse otra vez con aquella mirada a través del cristal empañado por su respiración entrecortada -¿o era ella la que respiraba desde el interior?-, no pudo evitar pensar que el escultor había tallado el estupor ante el azaroso destino que esperaba a su creación. ¿Qué habían visto aquellos ojos?

-¿Entonces todo es un fiasco, la Madrugá y lo demás?, preguntó entornando los párpados, casi esperando que la escultura le respondiera. 

-¿Por qué un fiasco?, dijo Ángeles con una sonrisa, tomándolo con suavidad y determinación por el brazo y llevándolo como a un niño hacia la salida, a la luz de la linterna. El tiempo se había agotado. Él volvió la cabeza atrás una, dos, tres veces, para ver cómo la urna y su contenido se alejaban en las tinieblas, cautivo de la imperiosa necesidad de retener para siempre aquella imagen que, sin explicación alguna, se había vuelto esencial. Caminaba como narcotizado, sudando y casi apoyado en ella. Las preguntas se le amontonaban en la cabeza, cuestiones de repente insoslayables para mantener la cordura, para encontrar un sentido. Habían llegado al final. Ángeles abrió la puerta y con un educado gesto lo invitó a salir. Él se resistía, volvía la mirada hacia el fondo, hacia la urna que ya era solo un punto de luz, una estrella en el manto de la noche.

-¿Cuánta gente lo sabe?, preguntó desde fuera como último recurso, empujando la puerta para impedir que Ángeles la cerrara desde el interior. 

-Poca. ¿Qué puede importar? Buenas noches.

Vagaba por Sevilla bajo el peso de la incertidumbre. Hubiera querido subirse a un banco y gritar lo que sabía, sacudir a los viandantes para que conocieran la verdad, aunque él solo pudiera desvelarles unas migajas de aquella revelación que seguía sepultada bajo una montaña de interrogantes. Intentaba librarse del peso del secreto caminando veloz, como si así pudiera desprenderse de él, dejándolo enganchado en las ramas de algún árbol. En cambio, otras veces, aligeraba el paso con la intención de dar caza al enigma, que intuía al final de una calle, girando una esquina, o en el caminar de una transeúnte que, al volverse, resultaba no ser quien pensaba. Siempre terminaba exhausto, jadeante, y recordaba las palabras de Ángeles: ¿qué podía importar? ¿Quién le creería? Después de todo, había llegado a la convicción de ser el único al que el rostro en la urna, que veía sin descanso en sueños, detrás del espejo del cuarto de baño cuando se afeitaba, podía abrasar de aquella manera. Iba sintiendo su ascendiente cuando despegó el avión que le llevó a París, adonde se mudó al terminar los estudios. Su relación con los Sajones había terminado tiempo atrás, al casarse Fernando. La familia estaba entonces a punto de sucumbir en medio del escándalo desatado por un caso de corrupción, a raíz de la construcción de un centro comercial. 

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