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diario de un sevillano en París: El abanico de María Antonieta

En París el abanico es un objeto exótico, inusual. Muy pocos se ven, aun cuando el calor aprieta. Gesto cotidiano y banal en España, abanicarse constituye en esta ciudad un momento excepcional, que va más allá de su utilidad. El parisino abre el abanico consciente de lo inusitado de su ademán. Lo hace con un golpe seco, teatral, como una María Antonieta enrabietada. Luego agita la muñeca con breves espasmos de coquetería dieciochesca. Qué abismo entre este dramático ceremonial y la indolencia de las sevillanas que se abanican en las terrazas. Por supuesto, hay algo sobreactuado en esta actitud y el parisino es perfectamente consciente de ello. En su cabeza el abanico no es solo un accesorio de cortesana versallesca, sino también, al mismo tiempo y quizás sobre todo, de españolidad. A través del abanico, el parisino expresa uno de los rasgos del estereotipo español: el carácter ardiente, impetuoso, altanero. De ahí su afectada actuación.

Cuando vive en el extranjero, uno se enfrenta a una imagen inédita de su país de origen: la que tienen los habitantes del país de acogida. Recuerdo cuando llegué a Francia. Al decir que era español, la gente evocaba cosas que a mí me sonaban a chino: religiosidad y conservadurismo, fiesta y jolgorio perennes, apasionamiento, sol y calor siempre y en todas partes, playas destrozadas por el asfalto y las construcciones. Debe haber sido duro crecer en España siendo homosexual, me decían algunos. ¿En las cárceles españolas sigue habiendo presos políticos? Qué maravilla España: ¡manga corta todo el año…! ¿De qué país me están hablando?, me preguntaba yo. Evidentemente, el parisino mira a España a través de un prisma francés. Cuando uno se pone esas gafas, obtiene una visión poliédrica pero amable a pesar de todo, simpaticona. A veces incluso exuberante y descarada, como la que se trabajan Victoria Abril y Rossy de Palma en cada entrevista que dan por aquí, siempre dispuestas a recordar la Movida (Francia está fascinada por la Movida madrileña) y a manejar el abanico. También una imagen crítica: por el maltratado litoral y por la agricultura intensiva (¡el plástico de los invernaderos españoles se ve desde el espacio!, exclaman los franceses). Con el tiempo se aprende que esa visión, gestada con los materiales más variopintos, no es inútil y desechable, sino que constituye una herramienta para arrojar una mirada nueva, esclarecedora y a la vez turbadora, sobre tu propio país.

Por mi parte, debo reconocer que siempre me he sentido incómodo ante la imagen que los franceses me devuelven de mi país de origen. No sé gestionar esa visión que me ponen delante: a veces, harto de estereotipos y de desconocimiento, me enfurruño. Quizás porque muy adentro sé que esos comentarios dejan al descubierto cosas que, inconscientemente, prefiero no ver. Cuando asisto a una cena, estoy tenso, esperando el tópico reductor que alguien lanzará sobre los españoles. Yo, completamente indiferente a las banderas, me descubro una sensibilidad sorprendente, casi paranoica, en esas circunstancias. Como si mi validación social estuviera en juego. ¿Qué más te da? ¿Qué te puede importar a ti?, pienso. Con los años he dejado de prestar atención, o intento hacer pedagogía y matizar los lugares comunes que escucho a mi alrededor. También aprecio la apertura al mundo del francés (mayor, me parece, que la del español), su curiosidad, aunque algo reductora, por las otras culturas, su intento por comprenderlas. Otras veces, paradójicamente, me abandono al juego de los clichés, colaboro con el enemigo. Me comporto como se espera que haga: el más sevillano, el más flamenco. Abro mi abanico cual Carmen de pacotilla. Y entre esos extremos me desenvuelvo, en un vaivén algo esquizofrénico, por momentos agotador, pero siempre refrescante.

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