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diario de un sevillano en París: Sevilla en soledad

Me gusta ver a gente sola por Sevilla. No gente que cumple con sus obligaciones cotidianas, los mandados, el trabajo, la misa de 8, sino personas que han elegido pasar su tiempo libre en soledad: tomarse un café en una terraza, leer el periódico o fumarse un cigarrillo en un banco (evidentemente no hablo de soledad impuesta, no buscada). En una ciudad tan gregaria, el espectáculo de alguien sin compañía y en público constituye un momento raro y estimulante. Si exceptuamos la hora del desayuno y los días de Semana Santa (que los muy capillitas viven desprendidos de toda atadura social que les estorbe), el sevillano se muestra poco (o nada) en soledad. Imagino que forma parte de su vida, como de la de cualquier ser humano, pero siempre en privado. Nadie se sienta a comer en un restaurante si no está acompañado, nadie se mete en una sala de cine sin alguien al lado. Casi nadie pasea solo (de hecho, ¿se sigue paseando en Sevilla, una ciudad que siempre se jactó de ser idónea para esta actividad?). Por su parte, el parisino parece convivir mejor con el tiempo en soledad. Las terrazas cuentan con mesas para una persona, no se tienen reparos en asistir al teatro o en visitar una exposición sin necesidad de haber quedado con alguien. Yo mismo hago muchos de mis planes solo, mientras que en Sevilla esta predisposición se me viene abajo. ¿Qué tiene esta ciudad que empuja a juntarse? Por supuesto, todos los estereotipos sobre el carácter extrovertido del sur y reservado del norte deben ser puestos en cuestión. Esto no va de ser más o menos sociable o expresivo. Creo que la glotonería social del sevillano, sin duda espontánea, esconde su temor (¿su vergüenza?) a ser visto, o a verse a sí mismo, solo. ¿Existe en Sevilla el estigma de la gente sola? Nos encontraríamos entonces muy lejos del flâneur, ese paseante solitario y ocioso que París ha coronado como su representante más distinguido. Quizás, simplemente, el sevillano no ve la utilidad de disfrutar de una tarde sin compañía. El contacto social es sano y necesario, qué duda cabe. Sin embargo, últimamente miro con distancia ese orgullo tan español de reivindicar la vida en la calle y en grupo como el camino más seguro hacia la felicidad. Hay que atreverse a estar solo en público, viendo a la gente, acompañada, pasar. Deshacer las convenciones como el flâneur parisino se rebeló contra las de su siglo XIX.

Ver a gente sola en la calle me reconcilia con la ciudad. Sevilla se vuelve un lugar más atractivo, más sofisticado, quitándose de encima los pesados ropajes del bullicio y la jarana. ¿Más adulto también? En La ciudad, Chaves Nogales sostiene que el sevillano no envejece. Vive hasta la muerte en un estado de inocencia próximo a la niñez. Sevilla, ciudad eternamente adolescente, nunca madura del todo. Quizás los sevillanos conservemos un miedo infantil a la soledad, que nunca es tan intensa como cuando se expone a la mirada de los otros.

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