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diario de un sevillano en París: Un andaluz aprende francés

Estudié francés por el glamour. Como muchos asumía que Francia representaba la elegancia y el buen gusto, la moda. La literatura y el pensamiento me importaban poco. Apenas había oído hablar de Flaubert ni de Proust, de rigueur y de excellence, de lógica cartesiana. Igual con el cine: nada sobre Godard ni Truffaut. Tampoco me deslumbraba el prestigio de la patria de los Derechos Humanos, de la libertad y la igualdad. Todo eso vino después. Para mí Francia era al principio sinónimo de lujo y refinamiento, de belleza. Era como esas japonesas que vienen a París hechizadas por los anuncios de perfume y los decorados hollywoodienses levantados a imagen y semejanza de la rive gauche. Así empecé mi aprendizaje de la lengua, en las aulas de la Facultad de Filología de la Universidad de Sevilla. Yo quería hablar francés, desmarcarme de los que aprendían inglés, alternar en la cafetería de la Facultad con un cigarrillo entre los dedos y una bufanda enrollada al cuello como un maniquí de Vogue. De aquellos días recuerdo las clases de fonética francesa: la profesora nos hacía repetir cientos de veces las innumerables vocales del idioma, hasta la extenuación. Había que reproducir los sonidos a la perfección. Recuerdo la ortografía y sus constantes emboscadas. Hay lenguas que se dejan atrapar sin complicaciones. Para el aprendiente, el español y el inglés permiten disfrutar rápidamente de ellos, jugar con ellos, improvisar sin que uno sienta que está mancillando un objeto sagrado. Sin embargo el francés aparece aureolado de exigencia y trabajo duro. ¿La propia lengua, con su alambicado funcionamiento, con sus volutas y sus oropeles, impone una disciplina particularmente estricta en su aprendizaje? Es verdad que hay menos flexibilidad (¿menos benevolencia?) que en el español. El francés necesita explicitar todos los elementos de una realidad que el español puede evocar de un plumazo. Las estructuras son más pesadas, quizás más complejas a la hora de ser asimiladas. Aun así, no creo que la lengua pida nada a los que desean aprenderla. Más bien pienso que el francés es víctima de su propia leyenda. Sus hablantes, sus aspirantes, los que la enseñan, hemos integrado la idea de un idioma excepcional, avalada además por la historia: el francés, lengua de la diplomacia, de las artes, de las buenas maneras. Lengua de prestigio, lengua de lo que está encima. Con frecuencia he escuchado a los franceses decir que su idioma requiere esfuerzo para ser dominado. El francés hay que merecerlo. Más allá de la presuntuosidad, esta percepción envuelve la lengua como un objeto precioso, delicado, merecedor de una atención particular. Y esto tiene deliciosas consecuencias en los hablantes nativos, que saborean las palabras, alternan con placer los registros, gozan la expresión correctamente empleada, la precisión del término al fin recordado. Como si el francés nunca agotara la maravilla de su propia lengua, cada día redescubierta, gozada hasta el último momento como un desafío interminable. Los alumnos en la escuela saben que, de todas las asignaturas, el francés es la reina, la ciudadela a conquistar para ser miembro de la comunidad. Los adultos se esmeran al escribir emails, incluso mensajes al móvil: la acentuación, la puntuación, las fórmulas de saludo y despedida se honoran en cada misiva. Uno termina contagiado por ese afán de cuidado hacia la lengua y se empeña en pronunciarla correctamente, se adentra en sus sutilidades dispuesto a asimilarlas. Se convierte en un sacerdote que venera y en un guerrero que defiende. Durante años me comparé a los hispanohablantes de mi entorno que, como yo, hablaban francés: ¿quién pronunciaba mejor?, ¿quién se expresaba con más fluidez?, ¿quién (victoria absoluta) conseguía hacerse pasar por nativo?

Esa etapa quedó atrás. Hoy mantengo una relación más ventilada con el idioma. Despojado de su mitología, nos levantamos y nos acostamos juntos cada día en pie de igualdad. Creo que nos caemos bien. A veces le dejo desplegar su abanico de plumas, hasta disfruto de su afectación, casi le digo: sí, eres la lengua más bella del mundo. Entonces aparece el español reclamando lo que es suyo. El conflicto está servido.

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