Mi primer apartamento en París fue un pequeño estudio en la isla de Saint-Louis, en pleno corazón de la ciudad. Recién llegado de Sevilla, me encontré viviendo en ese rincón idílico y a la vez postizo que abraza el Sena, un París de postal habitado sobre todo por estadounidenses y saudíes, a pocos metros de Notre-Dame. De camino a casa, pasaba a menudo frente a la catedral y me paraba a admirar los relieves de su fachada. Precisamente a un lado de la plaza donde se eleva la construcción gótica se encuentra el Hôtel-Dieu, el hospital más antiguo de la ciudad. De líneas clásicas, el venerable edificio desprende, como muchos hospitales de París, una mezcla de solemnidad y decandencia fruto de años, de siglos, de actividad. Por sus patios y corredores flota el recuerdo de la tuberculosis y el sida. No sé de dónde vino la idea, quizás alguien me animó a hacerlo, o tal vez vi una pancarta perteneciente a una de esas campañas que se lanzan cada año. El caso es que un día me dije que debía pasarme por el hospital para donar sangre -algo que, debo confesar, nunca había hecho en Sevilla. De esta manera, una tarde me encontré sentado frente a una enfermera en una pequeña sala de consulta. Ella sacó un par de folios de una carpeta y, casi sin levantar la vista, comenzó a hacerme las preguntas acostumbradas, me dije, previas a la extracción: edad, peso, hábitos de vida… Cuando me preguntó por mi situación de pareja, yo respondí que vivía con mi novio. Entonces su rostro cambió de expresión. Me miró directamente a los ojos y me informó de que, desgraciadamente, teniendo en cuenta mi orientación sexual, no podíamos continuar con el proceso. La République no quería sangre de homosexuales. En cualquier caso, merci (*).
Por supuesto, no era la primera vez que me sometía a un cuestionario de aquel tipo. Como chico gay a finales de los 90, había aprendido a protegerme de las ITS, que controlaba periódicamente mediante las pruebas correspondientes en centros especializados, como aquel, cerrado ahora desde hace años, de la calle Amor de Dios -¿qué otra calle si no? En tales ocasiones, la persona encargada -siempre una mujer- me hacía las preguntas adecuadas para evaluar los riesgos a los que me había expuesto, así como para alimentar estadísticas de incidencia. Dichas entrevistas se adentraban (se adentran) sin rodeos en los vericuetos de mi vida sentimental y sexual, pero he de confesar que nunca me han resultado incómodas, supongo que, en gran medida, gracias a la pericia de esas mujeres. Me he encontrado a muchas a lo largo de los años, implicadas tanto en centros de salud orientados a la población LGTB como en asociaciones de lucha por sus derechos. Al teléfono, en la recepción, atendiendo casos urgentes o coordinando reuniones y grupos de trabajo, su presencia siempre me causa una grata sorpresa por lo inesperado e inexplicable. ¿Qué anima a una mujer heterosexual a consagrar su vida profesional a los problemas de las personas LGTB?, me pregunto, dejando al descubierto mi estrechez de miras. No cabe duda de que a ellas se les han asignado siempre las tareas relativas a los cuidados, esa palabra tan del gusto de la nueva generación. Las mujeres dedican tiempo y esfuerzo a gestionar el sufrimiento ajeno -dice la tradición-, se preocupan por evitar y aliviar el dolor, con empatía e independencia del paciente que tengan delante. Por eso, mi sorpresa no puede ser tal. Y aun así, cuando la enfermera, antes de pincharme para sacarme sangre, me habla de ITS y de Prep, pienso: ¿De qué manera concibe ella mi intimidad, que le desvelo al hilo de sus preguntas, la intimidad de un hombre gay?
Las estadísticas dicen que las ITS se ceban especialmente en nosotros. Nunca he considerado injusta esta preferencia, que encuentro casi gustosa, tributo a pagar por una raza maldita y elegida (obviamente, esto solo puede decirlo, con buena dosis de desvergüenza old-fashioned, alguien que nunca ha padecido una infección de gravedad). Los heterosexuales no están al resguardo, por supuesto, aunque a veces parezcan vivir en otro planeta. El novio de una amiga empezó a sufrir repentinos ataques de furia, momentos que le hacían perder el control sin razón. Tras hacerse las pruebas pertinentes, los resultados revelaron una sífilis contraída mucho tiempo atrás, nunca diagnosticada y aun menos tratada. Después de años pululando por su organismo, la infección había terminado afectando de forma irreversible al sistema nervioso. Escuchando esta historia, no puedo evitar preguntarme si los gays no tendremos (o teníamos) una sexualidad más consecuente, si no estamos más evolucionados que los heterosexuales, como declara un amigo sevillano. Pero acto seguido, recuerdo el chemsex y sus derivas, y la ilusión se resquebraja.
Leo en la prensa el último gran sondeo sobre la sexualidad de los franceses, publicado el pasado 13 de noviembre, y no puedo reprimir un ligero bostezo. De una heterosexualidad triunfante, los resultados solo exploran la disidencia -otro palabreja generacional- al constatar que las mujeres jóvenes tienen cada vez menos reparo a la hora de confesar atracción por alguien de su mismo sexo. El resto del sondeo es un paisaje con ciertas transformaciones que, desde la acera de enfrente, se perciben redundantes, como un déjà-vu. Tengo que comentarlo con la enfermera, la próxima vez que me haga pruebas de ITS, me digo cerrando el periódico. O que done sangre.
(*) Desde 1983 hasta 2022, los homosexuales tuvieron prohibido donar sangre en Francia, si bien a partir de 2016 pudieron hacerlo tras certificar un año de abstinencia sexual. En España nunca ha existido tal prohibición.