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diario de un sevillano en París: Almodóvar et moi

Al volver a París tras pasar unos días entre Sevilla y Estepa, mi novio me tiene preparadas (regalo de Navidad) dos entradas para el Crazy Horse, el mítico cabaret parisino al que llevaba tiempo queriendo asistir. Abierta en 1951, la maison cultiva desde entonces un espíritu absolutamente glamour, que no le impide dar carta blanca a creadores de renombre (coreógrafos, diseñadores) en la invención de nuevos números, nuevos cuadros más experimentales y contemporáneos. Adoro la desenvoltura con que Francia vive la frivolidad. Más aun, en un país donde el detalle tiene igual o más peso que el contenido, donde un plato no será apreciado sin una correcta presentación, un discurso sin la pose ni la cadencia adecuadas, lo que la ceñuda España puede encontrar accesorio y superficial, aquí se reivindica como tabla de medición.

Entrar en el Crazy Horse es como hacerlo en una película de Blake Edwards. Todo allí es rosa, de la moqueta al techo, las burbujas no paran de juguetear en las copas de champagne y los camareros y el maestro de ceremonias se mueven entre las mesas con felina elasticidad. En el público, identifico las marcas del dinero: bolsos de lujo, relojes caros, rostros operados, parejas con una pronunciada diferencia de edad… Me siento en el crucero de la película El Triángulo de la Tristeza. El espectáculo, tal y como esperaba, resulta un fascinante ejercicio de ilusionismo chic, a través de los cuerpos desnudos, casi irreales, de las bailarinas -las famosas chicas del Crazy Horse, tocadas con la misma peluca geométrica- y de una iluminación virtuosa. Recuerdo entonces las palabras de un amigo sevillano, dueño de algunos bares por el centro, cuando me confesó que siempre había soñado con abrir un cabaret a la europea en la ciudad. Buen conocedor de Sevilla, nunca se decidió a llevar a cabo su proyecto. Por mi parte, allí sentado durante el show, rodeado de sofisticación, vuelve a mí la borrosa sensación que siempre me embarga al codearme, aunque solo sea durante una velada, con la exclusividad. Mi educación me dicta profesar la mesura y despreciar el exceso, condenar el parasitismo de los ricos, pero, al mismo tiempo, no puedo negar mi atracción hacia esa nebulosa de lujo y fama donde imagino a los happy few, fuera del alcance de los ciudadanos de a pie. Una de las bailarinas está cantando Je cherche un millionnaire. Al final del espectáculo, antes de marcharnos, nos acercamos a la pared donde está inscrita la interminable lista de personajes famosos que han visitado el cabaret a lo largo de los años, desde Cher hasta Simone de Beauvoir. Un nombre atrae mi atención: Pedro Almodóvar.

Precisamente ese mismo día se estrena en Francia La habitación de al lado (La chambre d’à côté en francés). Veo el cartel de la película en una parada de autobús y me acuerdo de aquella vez en que estuve al lado del celebérrimo director durante unos minutos -todo español debería tener el derecho, y el deber, de pasar un ratito junto a Almodóvar (al fin y al cabo, él nos ha inventado ante los ojos del mundo). Vivía en Madrid. Un amigo, representante de Miguel Poveda, me invitó a un concierto del cantaor en el teatro Albéniz. Aquella noche, antes de acceder a la sala, decidimos tomarnos algo en la Casa de las Torrijas, justo enfrente. Allí estaba él, de pie en la barra, acompañado por su hermano y por Bibiana Fernández, uno más entre los parroquianos. Por supuesto, no le dijimos nada. Luego, mientras ocupábamos nuestros asientos en el teatro, nos dimos cuenta de que Almodóvar y sus acompañantes hacían lo propio unas filas más adelante -Poveda acababa de publicar un disco de copla, una de las cuales servía de banda sonora a la nueva película del director. El caso es que, después del recital, mi amigo propuso que fuéramos a los camerinos para felicitar a Miguel. Cuando penetramos en el reducido espacio, me encontré de golpe formando parte del corrillo que allí se había reunido, y que incluía al propio cantaor, Carmen Linares, una monumental Bibiana Fernández y Agustín y Pedro Almodóvar, justo a mi derecha. Mientras todos charlaban -evidentemente, yo no abrí la boca-, él apenas dijo nada. Casi parecía más intimidado que yo. La Fernández, que, en un peculiar arrebato flamenco, tildó a Poveda de monstruo de las galletas, organizaba el cotarro con desparpajo, decidiendo dónde irían a cenar y quién compartiría taxi con quién. Fueron solo unos minutos. Ellos salieron por la puerta de artistas, nosotros volvimos al patio de butacas, para salir a la calle de la Paz por el acceso principal del teatro. Al día siguiente volví a mi aburrido trabajo, haciendo el mismo trayecto de todos los días, con la sensación de aquel a quien solo han dejado probar una gota de miel.

Ya he podido leer en la prensa francesa algunas críticas de La habitación de al lado, en general positivas, cuando no halagadoras. También he hablado sobre la película con algunos conocidos. Hace años que Almodóvar es una estrella en Francia (1), si bien nunca he logrado comprender del todo el porqué de tal éxito. Sin duda sus personajes, esas mujeres al extremo, confirman el estereotipo francés de la española impetuosa, en un país, la France, que se ve a sí mismo remilgado, y donde sobre la mujer aun pesan los dictados de la coquetería, y hasta de la compostura. Todos queremos que nos reconforten en nuestras creencias, sobre todo las que más se alejan de nuestra propia naturaleza. A caballo entre lo burlesco y lo dramático, las historias de Almodóvar no pueden sino gustar en Francia. Incluso en los 90, cuando España las ninguneaba, las despreciaba y ridiculizaba, a este lado de los Pirineos crítica y público se rendían ante su descaro. De hecho, tras el estreno de esta nueva película, algunas voces se han lamentado por la ausencia de aquella audacia. Por otro lado, el cuidado de la forma que el director pone en todos sus films –son como hospedarse en un hotel de lujo, dijo alguien una vez sobre ellos-, la esmerada puesta en escena, ese apetitoso universo almodovariano, ¿cómo no van a gustar en este país?

Termino estas líneas durante una pausa en el trabajo. Almodóvar en los camerinos del teatro Albéniz y el Crazy Horse parecen muy lejos desde aquí. De todas formas, concluyo, está bien así. Soy demasiado perezoso para invertir las enormes cantidades de tiempo y esfuerzo que demanda el éxito. ¡Si al menos hubiera nacido marqués!

(1) De hecho, el primer libro sobre el director lo escribió un francés. Se trata de Conversations avec Pedro Almodóvar, publicado en 1986 por Frédécic Strauss.

En la foto, los servicios del cabaret Crazy Horse, en París.

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