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diario de un sevillano en París: Fashion Week

Hace poco tuvo lugar la Fashion Week de París. Idiotas de todo el planeta se reúnen para asistir a los desfiles o para hacer cola en la puerta de la última boutique à la mode. Un circo de atuendos y actitudes sin los que el mundo sería un lugar mucho más bello y decente -existe por ahí un vídeo impagable que muestra la reacción de los parisinos (insultos, silbidos) frente a las incomodidades que la Semaine de la mode provoca en el día a día de la ciudad: calles cortadas, masificación, invasión de mamarrachos. El universo de la moda es un auténtico estercolero, como bien me explicaron mis amantes. Uno trabajaba en Dior, otro en Vuitton, otro en Margiela. Todos tenían (tienen, imagino) puestos en los departamentos de ventas o de comunicación de tan célebres maisons. Con Vincent, de Givenchy, tuve un amago de relación sentimental. Cada uno a su manera, me hablaron de la ausencia absoluta de interés por la creación que rige el negocio, cuyo único objetivo es vender mucho y rápido, de la impudicia con que ese mismo negocio se sirve de su aura para no pagar a los becarios que lo sostienen, y que se sienten elegidos por formar parte del tinglado. En suma, de una industria tóxica pero infalible la hora de despertar ilusiones y bajos instintos (los míos, por ejemplo).

Precisamente durante esa semana, de camino al trabajo, reparo en una tienda de campaña de tipo iglú recién plantada en una calle por la que paso todos los días. Junto a ella, sentado en un banco, un señor de unos 60 años, pulcro, jersey azul marino, mirada algo extraviada, me dice bonjour cuando me ve. París acoge -resulta obsceno utilizar este verbo- a una ingente población de personas sin domicilio fijo, en diversos estados de abandono y exclusión. Gente tirada en la calle, inconsciente, familias durmiendo en un colchón recubierto de plásticos, bajo la nieve. Mendigos sentados bajo los cajeros automáticos, a merced de la caridad de los clientes. Escenas dantescas (tullidos sin piernas arrastrándose con un vaso de cartón entre los dientes, donde alguien les echa unas monedas), solo comparables a ciertas situaciones de pobreza extrema que uno se encuentra en India. Jóvenes en la caja del supermercado, sacando del bolsillo los pocos céntimos que han conseguido juntar para costearse la cerveza y el vino baratos con los que aturdirse durante unas horas más -el alcohol, cultura y abismo de Francia. En ciertas líneas del metro, es constante el paso de gente que, haciendo uso de todas las formas de la cortesía, pide limosna a los viajeros. Son tantos, tan numerosos, que no queda más remedio que blindarse, mirar hacia otro lado. Un ejercicio de tesón, casi de supervivencia, que conlleva momentos desconcertantes, como aquella vez cuando me di cuenta de que estaba admirando las piernas de un chico en pantalón corto mientras tenía delante a alguien que suplicaba ayuda para poder comer. Bonjour, le respondo al señor de la tienda de campaña, y sigo mi camino hacia el trabajo.

Sin embargo, frente a la indiferencia generalizada (1), no son pocas las personas que se paran a charlar con estos otros habitantes de la ciudad (más habitantes que nosotros, los que vivimos en apartamentos. Ellos viven realmente en la ciudad). Siempre me ha sorprendido toparme con dichas escenas por la calle: hombres y mujeres en cuclillas, hablando con alguien que pide limosna sentado en el suelo, incluso entregándole un bocadillo o un plato de comida envuelto en film transparente. Más allá de la nobleza del gesto, hay algo novelesco, cinematográfico, en esas estampas, como en todo lo que hace el parisino -por otro lado, ¿no son los vagabundos, la bohemia miserable, parte esencial del mito de París (2)? Y no puedo evitar pensar que el sevillano es menos proclive a agacharse en plena calle para entablar conversación con un desconocido. Sea como fuere, a los pocos días de mi encuentro con el señor de la tienda de campaña, decido llevarle un café y un croissant comprados en una panadería cercana. Él me da las gracias y, ante el interés que manifiesto por su situación, me habla de las dificultades para abandonar la vida en la calle, para encontrar un trabajo y un apartamento.

-De todas formas, dice mirando a los transeúntes con sus ojos azules, prefiero mil veces estar en París que en una ciudad pequeña o en un pueblo. Aquí al menos algunas personas se paran a hablar conmigo. En provincias hay más desconfianza y rechazo.

A partir de entonces, empiezo a saludarlo todas las mañanas al pasar junto a su tienda, y a llevarle algo de comer a mediodía. Comienza así una serie de breves encuentros ante la mirada de los viandantes, niños que van al colegio, ancianos tirando del carrito de la compra, padres de familia en traje de chaqueta, de camino a la oficina… Al hilo de nuestras conversaciones, y sin entrar en demasiados detalles, descubro en él una postura de aceptación, casi de mansedumbre ante un destino que él mismo, según dice, ha contribuido a forjar a base de excesos y malas decisiones. A veces resulta tentador dar el paso que me separa del abismo final, me confía una lluviosa tarde. Yo acabo de entregarle un plato de pasta envasado y un trozo de pan.

Pero lo que comenzó siendo una oportunidad de hacer una buena acción -y de añadir algo de novedad a mi rutinaria existencia, por qué no decirlo- se va enmarañando con el paso del tiempo. Las buenas intenciones se disuelven en la prisa que llevo algunas mañanas, o en la desgana de enfrentarme a una situación que resulta más compleja de lo que esperaba. Empiezo entonces a dar un rodeo por otras calles, para llegar al trabajo sin encontrarme con el señor de la tienda de campaña -cuyo nombre ignoro, me percato al escribir estas líneas. Algunos días me decido a pasar por el lugar donde vive, esperando que su tienda habrá desaparecido, o que él estará en otro lugar a esa hora. Haga lo que haga, tanto si paso por la calle en cuestión como si la evito, se apodera de mí un sentimiento de inutilidad, incluso de culpa por haberme metido en esta historia. ¿Qué pensabas, que ibas a solucionarle la vida?, me pregunta un compañero de trabajo cuando le confieso mi desazón.

Esta mañana lo he visto a lo lejos, al final de la calle. No llevaba nada que ofrecerle, ni café ni croissant, pero me he obligado a acercarme, con la intención de charlar durante unos minutos. A medida que me iba acercando, esbozaba la mejor de mis sonrisas y pensaba en algunas palabras que intercambiar con él. Cuando me ha visto, cuando nuestras miradas se han encontrado, se ha dado media vuelta y se ha alejado, desapareciendo por una calleja lateral.

(1) Cómo olvidar la historia del fotógrafo René Robert, muerto por hipotermia en 2022 tras pasar 8 horas tirado en una calle, después de haber sufrido una caída, sin recibir ningún tipo de ayuda por parte de los viandantes.

(2) Y qué bien vestido suele ir el vagabundo parisino, con perdón por la frivolidad inexcusable. En ninguna ciudad se ven personas sin domicilio fijo tan elegantes, con tal sentido de la harmonía, llevando prendas no por gastadas menos hermosas.

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