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Otoño en Sevilla (III)

Una vez solo, me tumbé en la cama para descansar del largo viaje hasta Sevilla. Aunque mi habitación daba a la calle a través de un hermoso cierre de hierro, tan propios de la ciudad, me percaté de que ningún sonido provenía de fuera, como si la casa estuviera volcada hacia el interior. Allí, mientras me iba adormeciendo, solo podía oír el revoloteo de los pájaros en el patio y el ir y venir de Sophie a través de las estancias, de modo que, más que en un centro urbano, tenía la sensación de estar en una casa de campo.

Desperté al caer la tarde, algo desorientado por tantas horas de sueño. Cuando bajé a la cocina, Sophie había preparado una ensalada de bacalao, naranja y aceitunas negras. Me tendió una bandeja con dos platos, cubiertos y un poco de pan. 
-Vamos a comer arriba, es el mejor momento del día. 
La primera vez que subí a aquella azotea, la luz rosada del atardecer envolvía la ciudad, que se desplegaba a nuestro alrededor erizada de campanarios y espadañas -la de Santa Paula, cuyo tañer sonaba a campanita para niños, parecía quedar al alcance de la mano. Más allá, cercando el centro histórico, la ciudad moderna elevaba hacia el cielo sus torres de viviendas, las mismas que había visto desde el taxi al llegar a Sevilla, unas horas antes. Recuerdo que el aire era fresco y ligero, más frío de lo que había esperado al decidir viajar a Andalucía. 
Nos sentamos a comer y, mientras dábamos cuenta de la ensalada, nuestra conversación fluía principalmente gracias a las preguntas que yo hacía y a las que Sophie respondía con fluidez. Cuando le pregunté por el carácter de los habitantes de la ciudad, tras reflexionar unos instantes, ella opinó:
-Dicen que Sevilla es una ciudad alegre, y es cierto que la gente cultiva esa alegría casi como una profesión, incluso en la difícil situación actual, tras la Expo. 
El cielo se iba poniendo violeta. Sentía cómo el frío, para mi sorpresa, se apoderaba de mi cuerpo con cada vez mayor resolución. Sophie, que no había hecho ningún comentario al verme subir a la azotea en manga corta, me ofreció una pashmina que colgaba del respaldo de una silla, en la cual me envolví agradecido. 
-Y a pesar de todo, tras dos años viniendo con regularidad, me pregunto cómo se comporta el sevillano en la intimidad de su casa, cuando nadie lo está mirando, concluyó. 
Miré de nuevo las otras azoteas que, como cajitas abiertas, coronaban los edificios. En una de ellas, un vecino recogía la ropa tendida. Más allá, otro, con los codos apoyados en el alféizar, oteaba la ciudad sin detenerse en detalle alguno -tampoco en mí, cuando nuestras miradas se encontraron. Vi también a un grupo de niños jugando. Era como si, además de la ciudad a pie de calle, Sevilla comprendiera un segundo plano por encima de las viviendas, menos accesible, más íntimo. Quizás por ello ni Sophie ni yo propusimos salir aquel día. Desde nuestro mirador, la ciudad se nos ofrecía – y parecía desvelarnos su envés- sin necesidad de pisar sus adoquines. 

Más tarde, ya en la cama y con la luz apagada, el silencio que me había sorprendido a la hora de la siesta se vio quebrado por el sonido de los pasos y las conversaciones de los transeúntes que, a aquella hora de la noche, pasaban bajo mi balcón. Podía escucharlos tan cerca que sus pisadas -zapatos de tacón- y sus voces parecían no venir de la calle, sino de dentro de la casa. La ciudad se colaba en ella como una invitada nocturna. ¿Qué hago aquí?, me pregunté fijando la mirada en las sombras del techo. Aunque la velada en la azotea había sido agradable, Sophie no dejaba de ser una extraña, alguien a quien apenas conocía, con toda la incomodidad que tales situaciones me hacían experimentar. Además, acababa de descubrir que la ciudad donde me encontraba se definía por una especie de culto a la alegría, algo que yo ignoraba por completo y que casaba mal con mi proyecto de unos días de sol e indolencia. Sin embargo, antes de quedarme dormido, una peculiar ocurrencia vino a poner cierto orden en aquel mar de incertidumbre. Recordé las veces en que había escrito algo (un artículo, un relato). Solía empezar sin saber exactamente cuál era mi objetivo, qué quería decir, y no era sino una vez avanzado el texto cuando, línea a línea, la idea que lo había motivado comenzaba a perfilarse. Tal vez al cabo de unos días encontrarás, o inventarás, la razón de tu presencia en Sevilla, me dije mientras cerraba los ojos. Incluso la nombrarás, como se hace con el título de un libro. 

Los sevillanos iban cargados de bolsas. Solos o acompañados, deambulaban por las calles llevando los artículos que acababan de comprar en las tiendas del centro -comida, ropa, objetos diversos-, que amontonaban en el suelo, como presentes a los pies de un trono, si se sentaban a tomar algo en cualquier bar. Cuando me había levantado aquella mañana, Sophie no estaba en la casa. A través del balcón de mi habitación, empañado por la humedad, observé a los pocos viandantes que transitaban por la estrecha calleja. El cielo y la luz eran de un gris cenizo. Me duché y, atravesando el patio, salí a la calle sin demasiado convencimiento, con la intención de buscar un lugar donde tomarme un café que me arrancara del aturdimiento del sueño. No llevaba mapa, dispuesto como estaba a que mis pasos me guiaran donde quisieran. A pocos metros, divisé la plaza del día anterior -Santa Isabel, decían los pequeños azulejos adosados en una pared-, donde ya estaba abierto La Tórtola, aquel insólito local entre café y casa de comidas. Cuando entré, la televisión colgada sobre un extremo de la barra estaba encendida y, en la pantalla, los invitados al plató de un magacín matutino discutían, a juzgar por la expresión de sus rostros, sobre un asunto polémico. Me acerqué a la barra y pedí un café solo, haciendo uso de un español rudimentario que no pareció sorprender al camarero, de una hosca eficacia. Entonces miré a mi alrededor con discreción, poniendo cuidado, como solía hacer, en no delatar mi curiosidad (si el parisino evitaba la mirada directa por pudor o altivez, el sevillano lo hacía siguiendo un código que se encontraba del todo fuera de mi conocimiento). Aunque después frecuentaría otros bares como La Tórtola, aquella mañana no pude sino sorprenderme ante tan pintoresco lugar, ante la crudeza del aluminio y el cristal de la barra y los expositores de comida que, bajo la luz de los tubos fluorescentes, servían de marco a una pléyade de fotografías de santos colgadas de la pared. Los escasos clientes formaban pequeñas escenas de vida repartidas por las mesas, algunos charlando en voz baja, otros leyendo el periódico o haciendo un crucigrama, todos respetando aquel ambiente apacible, que solo perturbaba el sonido de las tazas y cucharillas, de la máquina de café y sus soplidos. Yo capturaba aquellos retazos con sigilo. A veces mis ojos coincidían con los de alguien, pero estos se apartaban al momento o se deslizaban hacia otro lado, como buscando algo. Seguí observando los detalles del lugar hasta que reparé en un señor, sentado en una mesa del fondo, que me miraba con atención precavida. Su cabeza sin pelo, cubierta por algunas manchas de la piel, y su bigote cano delataban una edad decididamente avanzada. Llevaba una gabardina beis, cerrada, como si la temperatura del interior del bar no fuera suficiente para calentar su cuerpo. Sobre la mesa reposaban una taza de café humeante, un plato con dos rebanadas de pan tostado y una pequeña botella de aceite de oliva. Esta vez fui yo quien apartó la mirada, incómodo ante una situación que no podía descifrar. Sin embargo, aquella atención, por muy equívoca que fuera, resultaba demasiado sabrosa para no ser paladeada más que una vez, así que, vanidad o flaqueza, volví levemente mis ojos de nuevo hacia aquel desconocido. Él seguía mirándome. Al principio traté de encontrar en mi aspecto elementos que hubieran podido atraer su curiosidad. Quizás algo en mi cuerpo, o en mi atuendo, desentonaba en aquel lugar. Pero tras un baile de furtivas ojeadas entre ambos, me di cuenta de que su interés iba más allá de mi jersey verde o mi físico espigado. Y, bajo la sorpresa que suponía encontrar a otros homosexuales en sitios inesperados, tuve que admitir que aquel señor estaba enviándome una señal. Entonces me di la vuelta, pagué mi café y salí, pasando junto a su mesa pero mirando hacia el suelo.

Gente llevando bolsas de plástico. Aquella mañana y las siguientes paseé por el casco histórico sin un itinerario preconcebido. Recorrí calles peatonales y escuetas plazas en silencio, donde me sentaba a observar a los transeúntes si el cielo, entre sol y lluvia, lo permitía. Sevilla era en verdad una ciudad hermosa, aunque caprichosa en la distribución de sus flujos humanos, y también de sus encantos. La soledad más intensa se disolvía, al girar una esquina, en el suave tumulto de la gente que, como en una miniatura impresionista, se entregaba a sus quehaceres cotidianos. Mujeres, hombres y niños ocupados en una multitud de pequeñas tareas que llevar a cabo para que la vida siguiera su curso. Esta alternancia entre calma y actividad, entre vacío y presencia, inducía -incluso al viajero francés que era yo- a un estado de plácido abandono frente a los antojos de la ciudad. Con la cadencia de mis pasos, la inercia que me llevaba a intentar comprenderla se fue poco a poco deshaciendo. Si acaso, y aunque podía entrever alegría en los gestos de dos personas que se encontraban por la calle, o en una carcajada saliendo de una ventana entornada, Sevilla hacía gala, aquellos días, de una especie de hacendosa ocupación, como si sus habitantes presintieran la crisis que se acercaba -que ya había llegado. Aquellas bolsas de plástico parecían cargadas tanto de la abundancia del 92 como de provisiones que anticiparan un periodo difícil.

Mis paseos se veían interrumpidos con frecuencia por chaparrones fulgurantes, que me obligaban a refugiarme en alguna iglesia. Más que espacios de solemnidad o coquetería, como sucede en París, los templos de Sevilla eran verdaderos joyeros cuyo abigarramiento fuera de toda mesura, poblado por una multitud de personajes esculpidos, invitaba al tú a tú, al andar por casa. En el interior, los fieles charlaban sobre los asuntos de la vida cotidiana o se esmeraban en el cuidado de tan suntuosa decoración. Otras veces, cuando la lluvia comenzaba a caer, entraba en el primer café que encontraba abierto, incluso en El Corte Inglés. Deambulaba por la sección de ropa de caballero fijándome en la actitud de los vendedores, tan apuestos con sus trajes cruzados, en la efusividad que desplegaban al pellizcar la mejilla de un compañero a modo de saludo, en el modo de atusarse la melena, impecablemente peinada hacia atrás. No pensaba demasiado en Pierre, que se me antojaba en otra dimensión de mi vida. ¿Apreciaría él esta ciudad a medio gas?, me preguntaba. Después volvía a la casa a esa hora cuando todo en Sevilla, excepto los bares y la catedral, está cerrado. Allí me entregaba a una breve siesta o subía a la azotea, donde a veces ya estaba Sophie. Las cúpulas de la iglesias brillaban después de la lluvia, y el aire olía a tierra mojada.

Ciertas noches salíamos a cenar a restaurantes que ella conocía, fuera del circuito turístico. Yo le contaba mis impresiones acerca de la ciudad, ella me hablaba de los pormenores del día, o de algún episodio de su vida. Sophie entendía y aceptaba -o así lo interpretaba yo- mi torpeza a la hora de hablar de la mía, de modo que raramente me hacía preguntas al respecto. Sabía que en París había dejado en suspenso una historia de pareja, y que mi viaje a Sevilla tenía algo de evasión. Sabía que era profesor en la universidad, por lo que a finales de octubre podía disfrutar de unos días de vacaciones. Su curiosidad no pedía más. Por eso, después de enumerarle las iglesias y plazas visitadas durante la jornada, ella me hablaba de su pasado, dándome a entender al mismo tiempo que era libre de hacer las preguntas que quisiera. Y cuando mencioné a su hijo mientras cenábamos en un reputado restaurante con mantel de hilo y cubitera con pie para el vino, me confió:

-Luc no me dice mamá, siempre, desde pequeño, me ha llamado por mi nombre, lo cual no deja de ser lógico. Nunca tuve especial interés en asumir ese papel tan solitario.

Hacia el final del instituto, continuó, había conocido a un estudiante de segundo año de letras. Aquella relación, entre manifestaciones estudiantiles y fiestas en chambres de bonne, terminó cuando él, al saber que Sophie estaba embarazada, se esfumó. Para esconder tan incómoda situación en el seno de una familia de la burguesía normanda, se barajó entonces la posibilidad de organizar un aborto en Inglaterra, opción que ella rechazó sin darle demasiadas vueltas. Era la primera decisión importante que podía tomar por sí misma. Luc creció rodeado por los miembros de su familia materna, que tejieron un entramado protector -para el niño y para ellos mismos, en aquella pequeña ciudad de provincias- en el que Sophie era un eslabón más. Durante los juegos en el jardín de la casa, su madre, que volvía de París los fines de semana, dejando atrás durante unos días las clases en la universidad y las noches de la capital, casi se confundía entre los tíos y tías, incluso entre los primos. Años más tarde, al terminar los estudios y encontrar su primer trabajo, en una empresa de organización de seminarios, se lo llevó a vivir con ella a un pequeño apartamento del distrito 19. La vida en común le ofreció la oportunidad de experimentar una maternidad a tiempo completo, si bien pronto se dio cuenta de que le resultaba difícil desempeñar aquel rol. No es que no sintiera un vínculo especial con su hijo, o que no disfrutara de ciertos momentos de la jornada -recogerlo del colegio cuando salía pronto del trabajo, repasar la lección del día en la cocina-, y se sentía preparada para responder a las obligaciones prácticas de una madre. La verdad era, y así tuvo que reconocer al cabo de un tiempo, que no le apetecía simular sobre él una autoridad en la que no conseguía creer. Por eso en aquel apartamento, a menudo visitado por amigos y vecinos, la jerarquía era un material flexible entre los dos. Si Sophie salía de noche, Luc, que desde niño aprendió la independencia, no se dormía hasta que la oía volver, según le contó mucho tiempo después. Entreabría la puerta de su habitación para cerciorarse de que todo estaba bien y, cuando su madre se había desvestido y desmaquillado, se acercaba hasta su cama para darle un beso de buenas noches, beso que ella le devolvía los días de colegio. Así pasaron los años, la infancia del hijo y la juventud de la madre, luego la adolescencia y la edad adulta, cada uno en un periodo de su vida colindante con el del otro. Él le regalaba cada año un ramo de flores por la Fête des mères, como un juego del que los dos participaban, y que les hacía reír.

Una noche, después de nuestra cena, Sophie volvió a casa y yo decidí darme un paseo. Como apenas me había traído ropa de abrigo en la maleta, aquel día llevaba puesto un jersey negro de cuello alto que Luc había olvidado en su última visita a Sevilla, y que ahora olía ligeramente a Habit Rouge, el perfume que utilizaba por entonces. Encendí un cigarrillo y empecé a caminar. Cada vez estaba más hecho al vagabundeo que la ciudad pedía a quienes paseaban por ella. Al pasar frente a la fachada de un cine, me paré a observar las llamativas luces de neón que formaban el rótulo con su nombre: Florida. Líneas verdes, rosas y azules componían cada una de las letras, sobre las que caían las ramas de una esquemática palmera, también dibujada con trazos de neón. Cuando bajé la mirada, vi que en la acera, a cada lado del cine, varios muchachos estaban apoyados contra la pared. Las luces de colores los envolvían en un halo casi fantasmagórico, dejando en sombra ciertas partes del rostro, a la vez que ponían en evidencia otros detalles del cuerpo y la ropa -una mano oculta en el bolsillo de unos pantalones vaqueros, una camisa entreabierta, rizos castaños ocultando una oreja. Aquella visión me cogió particularmente desprevenido, ya que durante mi paseo había estado pensando en Luc. ¿Dónde estaría en aquel momento?, me preguntaba. ¿Tenía planeado visitar a su madre en Sevilla durante mi estancia en la ciudad -por supuesto, no me había atrevido a preguntar a Sophie por tal eventualidad? Los imaginaba a los dos, madre e hijo, en su apartamento del distrito 19, en aquellos lejanos años 70. Me decía que Luc y yo habíamos vivido infancias desacostumbradas, y sentía curiosidad por saber cómo había atravesado él tan insólita situación -Sophie no había abundado en ese aspecto, pero yo lo veía a sus 8 años, con el gesto circunspecto del niño que ya se siente responsable del buen funcionamiento del hogar, así como de la felicidad de su madre. ¿O estaba proyectando mi propia historia sobre la de alguien que no conocía? Las figuras de la acera apenas se movían. Una de ellas, un chico con una cazadora de cuero marrón, se encendió un cigarrillo con el mechero que otro le tendía. Recordé las palabras de aquel invitado a la cena en casa de la Marquesa, cuando nos habló de los muchachos de Sevilla que esperaban a los turistas a las puertas de los restaurantes. Y había empezado a caminar de nuevo cuando un bonsoir, monsieur en perfecto francés me hizo volverme, tal vez sin querer, para identificar a su emisor. Un muchacho me sonreía desde el marco de una puerta, donde estaba apostado como un santo en su hornacina. Su rostro, el rostro de Esteban, se adivinaba hermoso aunque débilmente iluminado, más incógnita que respuesta. Así lo percibiría tantas veces a partir de aquel día, en la penumbra de las pensiones de Amor de Dios y de otras calles aledañas, que tan bien llegaría a conocer.

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