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diario de un sevillano en París: El desfile

A principios de julio me invitaron al desfile de un diseñador andaluz en los salones de la Embajada de España en París. En la entrada me pidieron una invitación que no tenía (todo había sido una historia informal entre conocidos, a través de la redes sociales). Por suerte Ricardo, la persona que había hecho posible mi asistencia al evento, salió en ese momento y me facilitó el acceso. Yo ya había estado allí, hacía muchos años, escuchando a Anne Hidalgo, la actual alcaldesa de París, apoyar con su español de San Fernando la actividad de Extenda (Empresa Pública Andaluza de Promoción Exterior) en la capital francesa. Recordaba el fasto del lugar, un antiguo hôtel particulier transformado en embajada, vestido con tapices de la Fábrica de Santa Barbara a partir de cartones de Goya.

También había asistido a otros desfiles de la Fashion Week parisina, siempre impresionado por el circo que se forma en paralelo, por la actitud de los asistentes. Son días maratonianos, los desfiles se suceden sin descanso y hay que ir de una punta a otra de París para verlo todo y, sobre todo, para dejarse ver. El público que gravita alrededor de la moda parece competir en extravagancia y en descaro, a la caza de las miradas y los flashes, ajeno al mundo. En el otro extremo, yo me he criado en el seno de una familia de la campiña sevillana, tierra seca, austera, metida para adentro. Se me enseñó a cultivar la discreción y a condenar el exceso. Aunque seas andaluz, tu espíritu es protestante, me decía un exnovio. Tengo una relación complicada con la frivolidad. El desfile en la Embajada despertó al inquisidor que vive en mí, escandalizado por el comportamiento de la gente, absorbida en el móvil, conectada a Instagram entre modelo y modelo, totalmente indiferente a las escenas goyescas de las paredes. Gente que llevaba varios miles de euros encima, y por debajo de la piel. De repente, admiración en la sala: ha entrado una famosa actriz española, musa de Almodóvar e icono de la moda en París. Las pantallas se giran en su dirección, la gente se arremolina. Ella abre un abanico de plumas rosas XXL y todo lo demás desaparece. Yo me santiguo tres veces. Y sin embargo, al mismo tiempo estoy fascinado, casi celoso. En el fondo, muy adentro, ¿no me gustaría tener esa capacidad para epatar? ¿No querría ser flamboyant, como se dice en francés, excesivo? Mandar a la mierda la austeridad y la modestia. Toda esta gente entregada a la mundanidad, abierta por derecho ante los otros, ¿no me están poniendo delante un espejo con mis deseos frustrados? Después de todo, ¿por qué confundo exuberancia con superficialidad? ¿Y el desfile? ¿Me gusta o no me gusta? ¿Qué diré cuando me pregunten? ¿La moda es un arte o no es un arte? Debo preparar un análisis del evento, publicarlo mañana, poner alguna foto. Estoy perdido, necesito salir de aquí, el desfile me ha agotado. En la puerta, la gente sigue agitando invitaciones en el aire para que la portera la deje entrar.

He quedado para cenar en un restaurante junto al Pont Neuf. Tengo tiempo. Un paseo junto al Sena me sentará bien, respirar. Voy por el Quai de l’Horloge, el río fluye a la derecha, estoy solo. Me encantan los primeros días del verano en París, la luz sobre la piel descubierta al fin. Alguien se acerca a lo lejos, una mujer con un vestido largo recogido en la mano. Gafas de sol y pelo negro en la brisa de la tarde. Va sola. Es la actriz española del abanico. No se dirige a ninguna cita. Pasea. Y va sola. La seda me roza al pasar. Quizás ella también necesita un poco de aire después del desfile.

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