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diario de un sevillano en París: Ese día les van a dar por c*** a los franceses

Hace años conocí a una señora que trabajaba en el Instituto Cervantes de París. En aquella época visitaba con frecuencia su biblioteca, que entonces estaba en ese hermoso palacete de la avenue Marceau del que tanto se ha hablado últimamente en los medios de comunicación. Subía a la primera planta por la elegante escalera decorada con molduras y espejos, recorría los estantes en busca de algún libro o CD, me sentaba en la sala de lectura presidida por un busto de Falla, bajo los frescos pintados en el techo. Ella solía estar en el mostrador de la entrada, donde uno pedía información sobre las obras disponibles. Era valenciana, muy habladora. Un día, mientras registraba los libros que yo me llevaba en préstamo, me dijo que le quedaban solo unos meses para jubilarse, y para volver a España. Yo hice algún comentario de circunstancia, ella exclamó: Y ese día les van a dar por culo a los franceses. Sonreí, algo molesto por la contundencia de sus palabras pero sin darles mayor importancia, metí los libros en la bolsa y me despedí. Sin embargo, de vuelta a casa, en la línea 9 del metro, pasaban las estaciones (Miromesnil, Saint-Augustin, Havre-Caumartin) y yo no podía dejar de pensar en lo que acababa de escuchar. La bibliotecaria había acompañado su frase de un gesto de manos seco y obsceno. Y ese día les van a dar por culo a los franceses. Recordé las pequeñas charlas que manteníamos cada vez que yo sacaba algún libro, me había dicho que llevaba muchos años, toda una vida, en París. Esos años estaban a punto de terminar. Para ella, aquel final tenía un sabor dulce, el regreso a España, esperado durante tanto tiempo. Pero también había algo amargo en su actitud, o eso pensé. Desde luego, el tono y el colorido de su frase eran típicamente españoles, los mismos que se manifiestan en tantas situaciones de la vida cotidiana. Y aún así, me dije que también eran los de alguien que espera su revancha. Entonces sentí una especie de vértigo. Concebí todo el tiempo que aquella señora había pasado en Francia, la imaginé relacionándose durante meses y años con gente que, a tenor de sus palabras,  deseaba no volver a ver, imaginé la frustración acumulada, incluso el rencor. Sabía que estaba siendo parcial en mi análisis, que también habría pasado buenos momentos en París, quizás sus hijos eran franceses. Pero no podía dejar de escuchar su frase, ni de ver cómo sus manos y su boca se habían contraído al pronunciarla. Me turbaba el tono resentido que había empleado, y la rudeza de lo que en aquel momento, mientras la línea 9 del metro seguía avanzando, me pareció un resumen de su vida, una sentencia.

El pasado 9 de agosto mi madre me llevó por la mañana a la estación de Santa Justa. Después de pasar unas semanas en Sevilla, tenía que coger el tren que me llevaría de vuelta a Francia. Era sábado. A través de la ventanilla del coche desfilaban las grandes avenidas de la ciudad: Luis Montoto, San Francisco Javier. Había muy pocos transeúntes, tan solo personas de cierta edad paseando al perro o desayunando en las terrazas de los bares. Cada vez que el coche se paraba en un semáforo, yo fantaseaba con la idea de decirle a mi madre: Da media vuelta, me quedo aquí, no vuelvo. A medida que avanzábamos rumbo a la estación, me imaginaba viviendo en un pequeño piso de Nervión, en unas circunstancias que no pretendía definir del todo. 

No era la primera vez que me dejaba llevar por una ensoñación así. A veces los años pasados en París se me antojan un paréntesis que algún día tendré que cerrar para comenzar la que será mi verdadera vida. Como si aún no hubiera empezado a vivir, o solo lo hubiera hecho hasta que terminé los estudios y me marché a Francia. Es verdad que las razones que me llevaron a dejar Sevilla siguen siendo un misterio que me cuesta desentrañar. Pero también lo es que el tiempo pasado desde entonces me parece, ciertas mañanas en que la claridad atraviesa mis párpados sin despertarme completamente, el de una existencia que otro hubiera vivido por mí, y que puedo ver proyectada en una pantalla. ¿Era yo quien vivió tres años en aquella rue, con aquel chico inglés? ¿Yo el que paseaba solo junto al Sena, el día de mi 27 cumpleaños? ¿Qué hacía allí? ¿Qué hago aquí? En el coche, camino de Santa Justa, me acordé de la bibliotecaria del Instituto Cervantes. Aparcamos en la entrada de la estación. Justo antes de entrar, como suelo hacer, me volví para decirle adiós a mi madre con la mano.

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