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París del Aljarafe

Mi madre y yo solemos hacer algunos mandados en los comercios de esa zona de Mairena del Aljarafe que llaman Nuevo Bulevar. Se trata de un barrio levantado en estos últimos años, como tantos otros del Aljarafe, en unos campos donde antes había olivos. He escrito barrio, pero quizás esa palabra no sea la más apropiada. Cada vez que mi madre y yo hacemos la compra en el gran supermercado que allí existe, y luego hacemos cola frente a esa famosísima panadería, no puedo evitar hacerme la misma pregunta: ¿Cómo hemos terminado viviendo en lugares como este? Nuevo Bulevar consiste en una sucesión de edificios de viviendas cuyas fachadas dan a una especie de autopista de dos direcciones y varios carriles. Todo parece estar diseñado para hacer de él un lugar funcional, adaptado a la vida moderna, la crianza, la prisa y el consumo. Sin embargo, la arquitectura de los edificios carece de amabilidad, resulta dura, casi hiriente de tan escueta. Uno se pregunta si la gente vive o más bien está presa en esos pisos sin duda grandes y confortables, pero exentos, se diría, de benevolencia. Y es verdad que pasando en coche por las calles del barrio (raramente las recorro a pie), hay algo carcelario en su aspecto. El colmo de ese urbanismo, que, como dice un amigo, se acerca a la acción terrorista, es la esplanada junto a la estación de metro Ciudad Expo, erial de losas impracticable durante cinco meses al año. Ya sé que barrios así se han construído siempre, que algunas de las barriadas de Sevilla debieron de parecer igual de descarnadas cuando se levantaron en los 60 y 70. Las mismas de las que hoy decimos: Pues esa zona tiene su punto. Quién sabe si en cincuenta años Nuevo Bulevar no habrá adquirido cierta solera. El encanto necesita de un poco de mugre, también en la mirada. 

Estamos desayunando en uno de los cafés de la zona. Mi madre se bebe su cappuccino a pequeños sorbos. Yo he pedido una tostada de aguacate y queso fresco. Los clientes sentados a nuestros alrededor llevan chándal y zapatillas de deporte, acaban de salir del gimnasio, pienso. Algunos han aprovechado para sacar al perro, que dormita bajo la mesa. Por un momento se me hace extraño ver a mi madre en este marco radicalmente nuevo, sin conexión con el pasado. Ella y yo hemos vivido en numerosos lugares a lo largo de los años, pisos y casas recién terminados cuando nos mudamos a ellos, y que hoy tienen una carnación especial en mi recuerdo. Por encima de todos, la casa familiar del pueblo, venerable, donde los dos jugamos siendo pequeños (tan habitada está en la memoria que parece que no somos nosotros quienes la ocupamos, sino ella la que vive en nosotros). Hemos visitado juntos ciudades, iglesias y ruinas. Pero, en Nuevo Bulevar, todo eso parece fuera de lugar, como un aparador o un lebrillo, herencia de familia, en la cocina de un adosado recién construido. 

Unos días después, de vuelta en París, decido darme un paseo por el acomodado distrito ocho de la ciudad, tan de tarjeta postal. Me bajo de la línea dos del metro en la estación Villiers. Cuando las escaleras mecánicas me devuelven a la superficie, un estupor. Las fachadas de los edificios haussmanianos se yerguen recargadas de ornamentos por encima de los viandantes. Sus abalorios tallados en piedra y moldeados en el hierro de los balcones parecen a punto de derretirse, y tengo la impresión de que podrían aplastarme bajo un alud de merengue. A pesar del buche que siempre he tenido para la exuberancia, estoy a punto de gritar: ¡Me ahogo! ¡Quítenme todo esto de en medio! Por algunas ventanas puedo ver el interior de los apartamentos de las clases acomodadas, con sus molduras doradas y sus chimeneas. Deambulo durante un rato por ese París churrigueresco que de costumbre tanto aprecio, entre las columnas Morris, junto a las fuentes Wallace. Pero hoy, cosa extraña, me pregunto: ¿Qué necesidad?

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